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Expediente de un viajero: lecciones de Venezuela

Viajes por aire y por tierra para comprobar con mis propios ojos, a la luz del análisis económico, los avances y tropiezos de aquel exuberante país, regido por el populismo de izquierda. 

Noviembre 13, 2018

AL FINAL DEL EXILIO
(por Douglas Cavanzo)

 

Vengo de lejos
más allá del agua y el viento
lejanía sin árboles ni rostros.
El destierro arrebata mis anhelos.
Pocas cosas me han hecho compañía:
tu recuerdo, tan sereno
tus días sin tiempo
tu adiós como reto al olvido.
Y un deseo de volver
eterno y libre
como las danzas del color en el cielo.
De allá he venido a tu mundo sin rincones.
Arcilla que se funde con el alba de tus sueños.
Un sol se derrite con el rumor de tus pasos
que arrebatan mis silencios.
He vuelto.
Dudas y naufragios han huido.
Te evoco en la infinitud de mi pasado
como el día más solo,
al paso leve del anciano
sin afán
al ritmo fugaz de su silencio.
He vuelto.
En tu furia y en tu paz afianzo mis anhelos.

 

El comienzo

Pilsen Distergui, mujer completamente adobada de pies a cabeza; dos palmos de cabello azabache se detienen con precisión de reloj maya sobre el broche de su brassier. Adornada con  el color de  la canela,  carne prieta y  mocetona,  la buena  Pilsen sabe a  bombón. Jamonuda, en los mediados del “tercer piso” de su presurosa existencia, Pilsen se acomoda picaresca. Hace tránsito de México a Caracas. Yo también, en el asiento trasero, testigo sin palabras de su bien dotada postura. Ella, en medio de un árabe que la olfatea con nariz de perro, y de una señora, ambos venezolanos.

El avión se detiene en el aeropuerto internacional de Maiquetía Simón Bolívar. Pilsen se despide con cara preocupada.

“Que le vaya bien. Y recuerde que el viernes pasado fueron a parar 98 a la morgue”, insiste el árabe.

Yo también me asusto; dicen que “el miedo alcanza para todos”.

Es viernes, doce de la noche, estamos en Caracas, ciudad que arrebata la pesadumbre de los viajeros, por estar considerada entre las más peligrosas del mundo. Llevo mil quinientos dólares bien guardados, además de otros treinta y cinco a la vista que reposan en el bolsillo de mi pantalón. Para “hacerles pistola” a los curio$o$.

El aeropuerto solitario; hay soledad de muerto. ¡Qué raro! No hay una tienda abierta, nada para tomar. Tampoco tengo “bolos”[1]. No hay en dónde cambiar mis dólares por bolívares.

Me dirijo a un policía, que me responde preguntándome: “¿cuántos va a cambiar?”

Le digo que apenas treinta y cinco, y que el cambio es indispensable para pagar el taxi. Pilsen escucha mi conversación y solicita también cambio para ella. Al poco rato regresan un policía hombre y una mujer policía. La mujer le dice a Pilsen que la siga. El “mancito” me dice lo mismo.

A cada uno nos meten en cuartos oscuros, separados, sin butaca para sentarnos. “Ya vuelvo. No haga ruido para que no se entere el jefe”. Eso mismo le dice la “police-hembra” a Pilsen.

Como si fuéramos güevones pa creerles”, se dice a sí misma Pilsen.

Al rato, luego de haber acordado el cambio, regresa el policía con una cantidad de bolívares que me entrega.

Mire –le digo-, ya que le vendí mis dólares tan baratos, consígame un taxista de confianza que me lleve a un hotel”.

Ya es casi la una de la madrugada. El policía regresa con un señor negro de más de 790 años, gordito y calmado por el cansancio. El señor se presenta y Pilsen reclama que se irá con nosotros en el mismo carro.

Recorremos cerca de dos horas con nuestro reputado conductor. Pilsen se entre-duerme. Yo miro las calles desocupadas, de vez en cuando salpicadas por pandillas de maricas que se agolpan en cualquier esquina.

El carro zigzaguea. Miro al conductor para preguntarle qué pasa. Él también va entre dormido. Su expresión serena me recuerda los blues quedos de Alabama, paso amodorrado, jerga sombría en pos de un carro de sepultura. Sonrío y lo sacudo suavemente con un toque mágico que aplico sobre su hombro derecho. Se despierta y sigue, por ratos durmiéndose y también despierto. Me trae a la memoria los doblegados trabajadores de una fábrica de hilados y tejidos instalada a comienzos del siglo veinte en San José de Suaita, allá en Santander-Colombia. Iniciaban su vida laboral a los siete-ocho años de edad. Ya en sus cincuenta, próximos a jubilarse, labor de los guardias era despertarlos, día tras día, mes tras mes, porque siempre sonámbulos trabajaron, sonámbulos cosecharon y sonámbulos tuvieron hijos para un emporio colombo-franco-belga-portugués.

Por ser fin de semana -nos explica el taxi-driver - no hay habitaciones disponibles en todo Caracas”.

Reacción espontánea del mismo taxista: “Vámonos para allá. No hay más”.

El taxista es gobiernista y su hija suboficial del cuerpo de policía. Nos deja en un hotel super-tranquilo de la zona de Chacao.

Traten de no llegar a su habitación pasadas las seis de la tarde. Caracas está muy peligroso”, nos dice quien luego sería mi taxista y confidente por más diez días.

Esa noche, Pilsen hubiera anhelado acostarse conmigo en la misma habitación, no por ganas de sexo, sino por temor a los asaltos de su imaginación. No me lo comentó; lo intuí de los frenéticos jalones a su pelo que hacía juego con el tiritar de sus hermosas piernas. Por fin se fue a su cuarto canturreando una balada.

Chacao es un municipio de oposición a Chávez y a Maduro, enclavado en la zona metropolitana de Caracas. Me dicen que por eso les racionan el agua varias veces al día.

Aquí comienza mi contacto con la bella Caracas, mi nueva e inesperada Caracas, la otra Caracas de la cual tenía mis referencias, la de antes de Chávez, ciudad festiva de día y de noche siempre,  repleta de mujeres  bonitas, de pobreza   ambulante  y   putas,   con muchos negocios ofreciendo cachivaches importados, en los que la gente se gastaba sus “bolos”. Todo mundo vivía de lo que podía y abundaban los bancos, las multinacionales, los carros lujosos que estacionaban cerca de las discotecas y los restaurantes abundantes en comida y atenciones.

Mi primer nuevo viaje a Caracas estaba motivado por averiguar las condiciones de un doctorado en economía que ofrecía la UCV (Universidad Central de Venezuela), cuyo campus es patrimonio cultural de la humanidad declarado por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). En ese momento, año 2015, la UCV estaba mucho mejor “rankiada” que la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de Los Andes, también en Colombia.

Al día siguiente, muy temprano, luego  de hacer el cambio de moneda con el conserje del hotel, me dirigí a la universidad. Ya se hablaba del inicio de una crisis económica en Venezuela, y comenzaba a notarse la escasez de alimentos, aunque el Bolívar Fuerte seguía valiendo más que el peso colombiano.

Ya en la UCV me extasié con su arquitectura propia de un pueblo rico; me dirigí a la facultad de economía. Me percaté de que allá también se ofrecían posdoctorados. En seguida me presenté ante el director de posgrados, un señor bastante cordial, con quien me sentí cómodo conversando por un rato. Pronto me enteré que la Universidad no seguía las orientaciones del régimen chavista-madurista y que esa era una razón para que sufriese ya limitaciones en su presupuesto.

La comida comenzaba a ser un privilegio y una rareza. Era bastante difícil conseguir libros; tampoco había servicio de fotocopiado, y el material bibliográfico se consultaba y se portaba en discos que la facultad entregaba a sus alumnos.

Suspiré y me ofrecí un consuelo: “esta universidad es bastante avanzada en respeto al medio ambiente; las librerías deberían acabarse, y está dando pruebas de que los sacrificados árboles no son los únicos que aportan al conocimiento”. Sin embargo, ya había iniciado una fuga de profesores, los más prestigiosos, a otros países del mundo en busca de mejor salario porque aquel que devengaban ya no alcanzaba.

Al final de la conversación, el director me dijo que el doctorado comenzaría en agosto y que me esperaba, puesto que ya estaba admitido.

Transcurrido mi tiempo en Caracas, regresé a Bogotá, también cerca de la media noche, ciudad de mi confianza, con todos sus archi-conocidos problemas. Me acompañó durante el viaje la hija del presidente de la Liga de Tenis de Mesa de Venezuela,  que hacía su tránsito   hacia México D.F.,  ciudad en donde  residía. Nuestra charla fue muy animada, alrededor del efecto que le colocan los chinos a las bolas de ping-pong, la participación venezolana en los juegos olímpicos, el pique y el rebote que hace interesante un torneo de esta disciplina deportiva. Me sentí muy tranquilo cuando encontramos una tienda en El Dorado para comer y charlar un rato.

Regresé para iniciar una serie de viajes a Venezuela por tres años consecutivos. Viajes por aire y por tierra para comprobar con mis propios ojos, a la luz del análisis económico, los avances y tropiezos de aquel exuberante país, regido por el populismo de izquierda.

Viajes de reconocimiento de una realidad turbadora. Me estimulaba el placer imaginario de comprobar con mis propios ojos aquello que en teoría del desarrollo y en política se conoce como un “país fallido”.

 


[1] Con este nombre se conoce popularmente el Bolívar, moneda oficial de la República Bolivariana de Venezuela.

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Economista egresado en 1986 de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia-Tunja, con sólidos fundamentos orientados al crecimiento humano. Experto en desarrollo social, económico, y financiero
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