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Respuesta pública al profesor Christian Rubiano: la idea de la ética como filosofía primera

La crítica es un deber ciudadano, una continua lucha que los seres humanos hemos de emprender contra la ignorancia, madre de la injusticia y abuela de todo mal.

Octubre 13, 2018

Ante todo, agradecido por el interés en la obra, creyendo que quien mejor lee un libro es quien lo critica. Y es que la crítica es un deber ciudadano, una continua lucha que los seres humanos hemos de emprender contra la ignorancia, madre de la injusticia y abuela de todo mal.

En honor a ese deber ciudadano, quiero indicar las siguientes palabras a modo de respuesta.  La ética como filosofía primera supone contradecir tradicionales posturas que asumen un principio intelectivo como fundamento de la acción humana.

En la figura de Sócrates se encuadra este principio bajo la consigna “conócete a ti mismo”, que se complementa con la sentencia aquella que supone que sólo es malo quien ignora qué es el bien, pues, de saberlo no actuaría equivocadamente, lo que significaría que ser bueno o malo es una cuestión de error conceptual.

La filosofía funcionaría acaso como terapia moral. Es interesante notar que la tradición filosófica ha centrado su interés en el problema moral y han llegado, como Descartes o Spinoza, a “suspender el juicio” sobre estos asuntos para dedicar su esfuerzo en encontrar la justificación epistemológica de lo que la gente ha llamado bueno o malo.  En esa línea se mantienen todos los “racionalistas” que suponen, si se le observa bien, que todo lo racional ha de ser real, esto es, que la razón por ser razón es buena y que ésta debe imponerse sobre la naturaleza, sustancia des-controlada que mereciera ser dominada.

Partir de un presupuesto no intelectivo como principio ético, indica que la razón –comprendida como abstracción pretendidamente universal- no dictamina qué será lo bueno o qué lo malo. En esa línea se haya el obscuro Schopenhauer, con su “idea” de Voluntad como sustancia en sí misma que antecede a la razón, esta última tan vulnerable y sujeta al vaivén de esa fuerza descomunal.

Sin duda, Nietzsche introduce una historia no premeditada sobre la emergencia de las ideas morales, dejando atrás la consigna socrática de la idea universal del bien. Y pudieran incluirse propuestas “irracionalista” o existenciales resistentes a basar la moral en conceptos con pretensión de universalidad y, aun así y tal vez por su propio carácter, no fundamentan sus sistemas u opiniones en principios con pretensión de universalidad.

El principio U de la ética del discurso, con la que el maestro Dussel polemiza, consiste en la validez intersubjetiva y como tal, es estrictamente formal, sin contenido. Este último sería propio de las concepciones privadas de cada comunidad o de cada persona que, en todo caso, no tiene un valor de verdad, sino de validez. Es decir, prima sobre las nociones de bien o mal, el criterio –no el concepto- de lo válidamente consensuado.

Los principios filosóficos de una ética de la liberación contradicen las tres tendencias anteriores básicamente porque son incompletas. Son necesarios los juicios éticos, pero no tanto como formulaciones abstraídas de las condiciones materiales, sino porque legitimen la realización plena de la vida humana. La realización plena implica la dignidad de la corporeidad humana: el comer, vestir, trabajar, educarse de acuerdo con el deber de producir, reproducir y desarrollar la vida humana.

Así, la ética completa es racionalista, pero no como dominación de las pulsiones instintivas, sino como coacción legitimada desde la dignidad. Es consensuada pero basada en la verdad material, consistente en evitar el mayor sufrimiento posible en el nivel material: el hambre, la exposición a la intemperie, la miseria sexual o las neurosis, lo que constituiría una auténtica democracia.

Las instituciones educativas deben ser mediaciones para la producción, reproducción y desarrollo de la vida humana en dignidad y, por lo tanto, han de tener valor, no precio solamente. Cuando la pedagógica se ejerce como una mercancía exclusivamente, lo que se enseña es susceptible de consumirse o no, volviéndose así un círculo vicioso en la que deja de comprenderse paulatinamente el valor social de la educación. Para el panadero el pan es una mercancía y no ha de comérselo. El comensal ha de consumirlo y no lo considera ya como mercancía. A veces creo que en la educación procedemos como panaderos y muy poco como comensales.  

Valga un ejemplo, ¿qué valor social tiene enseñar Deleuze o Paulo Freire en la universidad o en las escuelas? Si se la considera como mercancía, es decir, sin conexión con la vida humana concreta de quien aprende, este saber será solamente un lujo sin ninguna incidencia real, salvo la reproducción en las escuelas de filosofía o educación. Basta con hacer esta pregunta en una clase y generalmente se tendrá la sensación de que lo que se aprende tiene utilidad sólo si se lo enseña a otro que tal vez lo vaya a enseñar.

Así, el profesor de filosofía enseña a futuros profesores de filosofía que enseñaran eso a profesores de filosofía. Es como hacer pan para venderlo de tal manera que quien lo compre a su vez lo venda, sin que jamás alguien se coma el pan.

Bajo el criterio de una ética de liberación, la clase de Deleuze pudiera acaso comprenderse, en el sentido hermenéutico, como un servicio dirigido al desarrollo de la vida humana. Tendría valor ético, no sólo mercantil, pues la pedagógica efectuada se encontraría en un marco de comprensión en la que la actitud docente como la de los que se educan, responden al deber de vivir cómo se debe.   

Y para saber cómo se debe vivir es necesario un criterio y un principio de verdad material. Lo que se aprenda en la clase de Delueze o de Freire debe consumirse en la cotidianidad; es decir, susceptible de ser puesto a prueba en la vida de las personas y, de resultar obsoleto, superarlo

Es como nuestra actitud existencial en relación, pongamos por caso, ante un paraguas. El paraguas tiene valor ético y éste corresponde abstractamente a cualquier paraguas que cumple su función: proteger la salud de su portador. Sin embargo, no siempre vemos este objeto como una mediación para desarrollo de la vida humana. Lo vemos como un artefacto que nos cubre de la lluvia y estamos vendiéndolo en las esquinas. Por lo menos, el paraguas resulta comprensiblemente útil, pero ¿qué tanto comprendemos el valor social de la lógica, de Deleuze o de Freire? Creo que tiene un valor inmenso, superior al del paraguas que muchos en las escuelas no hemos comprendido.

La pregunta por el cuidado que usted me plantea revela, entonces, una verdad muchas veces pasada por alto: la fragilidad humana. A diferencia de los demás animales, nosotros somos infinitamente más débiles y es la educación la tecnología más eficaz de cuidarnos. La memoria colectiva, histórica, simbólica; innecesaria en los otros, es fundamental en los humanos. Sin ella, la vida del homo sapiens se encontraría al borde de la extinción.

Pero la educación es un artificio, no es natural, y por eso contraria al impulso de cualquier animal a olvidar. Sabemos el peligro que el olvido trae para nosotros, la tendencia hacia la muerte, hacia el Nirvana. Por esta razón, la educación es un deber y un derecho, siendo toda ella una estrategia de cuidado comunitario. Particularmente, creo que el hombre como ser artificial aún no está determinado. Es un animal con muletas que, de no ser capaz de crearse así mismo en concordancia con este planeta, desaparecerá como los demás animales incompetentes que le precedieron.

Si la educación en su conjunto conforma la estrategia por antonomasia, ésta de atravesar la vida académica y situarse en todos los ámbitos de la cotidianidad: en la vida amorosa, con nosotros mismos, con los animales, con el trabajo. Una pedagógica completa y compleja hará que leer a Hegel o estudiar contabilidad o inglés, se comprenda como mediaciones para la vida digna.

Apreciado Christian, quedan por responder las demás preguntas, pero sea esta primera entrega el inicio de una productiva charla con los colegas y estudiantes.

 

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Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Filosofía latinoamericana de la Universidad Santo Tomás. Docente de la Facultad de ciencias de la educación en la Universidad la Gran Colombia.
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Sandra Cecilia Suárez García
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