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¿Cómo lograr que la paz sea posible?

El 23 de octubre la universidad de La Salle en Bogotá fue el escenario de un encuentro con William Ospina. Este texto es producto de las reflexiones que el autor presentó allí.

Noviembre 9, 2019

La paz solo es posible en un país cuando se crean condiciones de convivencia real y oportunidades de prosperidad para todos. La extrema desigualdad es peligrosa, la pobreza en sí no produce violencia, pero la extrema desigualdad sí, sobre todo cuando hay mucha gente avocada a la incertidumbre, a la marginalidad, a la pobreza, a la falta de oportunidades, de expectativas, de horizontes de seguridad, que sumado genera resentimiento. También hay una cuestión de orgullo y dignidad.

Todos necesitamos que nuestra dignidad sea respetada. Sentirnos contentos, felices y orgullosos de pertenecer a un país y de ser sus ciudadanos. Ser ciudadano no es simplemente adquirir esa calidad porque se cumplen 18 años o porque está garantizado en la ley, la ciudadanía es algo que tiene que brotar de adentro, de la memoria del mundo al que pertenezco, de donde procedo, del conocimiento del país al que se pertenece y del tipo de relaciones que se dan entre la comunidad.

La política en Colombia se especializó en dividirnos y enfrentarnos. Desde los tiempos coloniales se creó la costumbre de estratificar a la sociedad para que unos se sintieran mejores que otros, de “mejor” familia, procedencia, color o fisonomía, y cuando se insiste tanto en esas fragmentaciones y/o segmentaciones, se destruye la solidaridad elemental que tiene que haber entre conciudadanos y miembros de una misma nación.

Hay una dificultad para lograr solidaridad. En un país diverso y multicultural como Colombia, lograr una cultura de solidaridad es complejo. Quizás es más fácil lograrlo en un contexto con más particularidades comunes donde todos compartan las mismas prácticas socioculturales. En Colombia hay muchas mezclas y regiones, por lo que es necesario ponerlas a dialogar. Sin embargo, desafortunadamente hemos sido muy excluyentes. Este es al país más diverso del continente, pero nadie se ve en el espejo cuando mira al otro.

Es necesario un relato de la diversidad que nos ayude a entender que no es imperativo ser idénticos al otro para respetarnos y ser conciudadanos. Cuando lo que se impone es un relato excluyente, donde nos convencemos de ser una república blanca, liberal, católica, de origen europeo, de humor británico y muebles vieneses, muchos se preguntan por su representación en ese relato. Se enseña que, si uno se mira al espejo y no aparece un Apolo griego, ya no tiene derecho a existir. Hay una especie de colonialismo estético donde se nos enseña que la historia, la belleza y la cultura están en otra parte y que nacimos en un país marginal que no tiene los papeles en regla.

Eso hace mucho daño para la cultura, pues nadie se siente orgulloso del país al que pertenece, ni a la identificación básica con el otro a pesar de las diferencias, porque somos humanos, hablamos la misma lengua, vivimos en el mismo país y todos somos hijos de los mismos amores, así sean aquellos incestuosos en los que se fundó la nacionalidad. La falta de ese relato es fundamental, pues la abundancia de esos argumentos políticos genera desconfianza en los demás y sentimientos de exclusión (porque es indio, pobre, provinciano, de diferente estrato, etc.). Es abominable esa manera de crear un régimen de castas en un país que impide que la sociedad sienta afecto, respeto y construya un proyecto común.

No se necesita que todos seamos los mismos para construir un proyecto común; al contrario, entre más diversos seamos más fácil y hermoso sería hacer florecer ese proyecto humano, diverso, lleno de riqueza, matices, colores. A parir de cierto momento esa prédica de la fragmentación de la sociedad derivó en violencia. La violencia de los años 50 fue especialmente dañina para nuestra sociedad y no volvimos a recuperar la cohesión social, la confianza, la admiración por el otro y el respeto profundo por el misterio divino que hay en otro ser humano. Hace décadas Colombia vive una violencia insidiosa que está sembrada por todos lados, una desconfianza creciente que hace que no logremos verdaderamente convivir y sobretodo que no logremos unirnos para cambiar las cosas.

Lo malo que tiene un país no es que tenga guerrilleros, ni paramilitares, ni bandidos, ni políticos corruptos, lo malo es que no tenga una ciudadanía capaz de ponerle freno a todo eso, capaz de unirse para lograr esos cambios.

Colombia se convirtió en el país de los procesos de paz, cada 15 años se gesta un proceso de paz que se precia de ser el último y definitivo. En 1953 los guerrilleros liberales se desmovilizaron, no les cumplieron las promesas y se dio una masacre. En 1958 los dos partidos que habían gobernado por años y ensangrentando el país celebraron un armisticio y pactaron el Frente Nacional, que es la alternación del poder durante 16 años. Luego 15 años después se desmoviliza el M19, previamente las autodefensas y paramilitares y luego las FARC. Ahora nos preguntamos cuándo es el siguiente proceso de paz.

Es muy importante que se celebren esos acuerdos, que los grupos armados se desmovilicen y sus integrantes se reincorporen a la legalidad, que lo pactado se celebre y se cumpla, pero de esos acuerdos no nace la paz. Todos hemos visto que de esos procesos no nace la paz, nace la desmovilización de un grupo determinado protagonista de la violencia. A nuestras elites políticas les encanta hacer procesos de paz en los que no se cambia nada de fondo y en los que se termina echando la culpa de todo al bando que a su turno se está desmovilizando.

Una paz verdadera requiere sobre todo que sus protagonistas sean la inmensa mayoría de ciudadanos pacíficos que nunca han ejercido violencia contra nadie y a los que nadie escucha, negocia, ni se les hace promesas. Ellos son los únicos que saben qué es la paz. La paz no la pueden hacer los grupos armados pues no saben lo que es vivir pacíficamente. Los que saben son los que han vivido en paz, los que no han apelado a la violencia, los que lo único que esperan es equidad (empleo, oportunidades, salud, educación, justicia, brindar alguna garantía de futuro a sus hijos y un horizonte de dignidad y respeto).

Nadie está pidiendo ser el hombre más rico del mundo porque esa pretensión nace de un delirio desprovisto de certezas. En una sociedad donde hay una mínima justicia, nadie necesita ser el más rico del mundo. Los seres humanos sabemos que una vida modesta, austera, pero tranquila y con oportunidades es lo mejor que hay, y que la solidaridad social es algo maravilloso: poder confiar en los otros, tener en quien confiar, no estar solo.

Finalmente, estas experiencias históricas nos tienen que dejar una enseñanza y una lección. Necesitamos una ciudadanía, y para lograrla se requiere de un relato donde ésta brote de cada uno, de su amor por esta tierra, su respeto por sus conciudadanos y de su conocimiento. Sino conocemos el país al que pertenecemos va a hacer muy difícil que podamos hablar en su nombre ante el mundo y ante los demás.

Colombia es un país muy talentoso y va a encontrar la manera de resolver esos problemas, pero vale la pena comprender que a veces nos eternizamos en unas soluciones y que a nuestros dirigentes les parece conveniente un tipo de solución donde nada cambia profundamente, aunque se mantenga el discurso de que ya todo está cambiando para siempre. Sólo la ciudadanía y la ciudadanía unida, con criterio, información y carácter puede verdaderamente cambiar las cosas. La sociedad colombiana es madura y muy capaz de hacerlo.      


Imagen www.playboy.co

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Abogado, con especialización en opinión pública y mercadeo político y Magíster en Educación.
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Irma María Arévalo González
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