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Comprendiendo el malestar social en América Latina
Un grupo de más de 25 investigadores busca respuestas a este interrogante en un libro publicado recientemente.
América Latina vivió una conmoción durante el último trimestre de 2019 causada por las numerosas manifestaciones masivas que tomaron las calles de distintas ciudades en Chile, Colombia, Ecuador y otros países. Los manifestantes tenían diversas exigencias, pero con un denominador común: tratamiento igualitario, mejores oportunidades para todos, y condiciones más equitativas. ¿Por qué estas peticiones perfectamente válidas entraron en erupción como un volcán tras dos décadas de progreso y de una notable disminución de la desigualdad de ingresos? Un grupo de más de 25 investigadores busca respuestas a este interrogante en un libro publicado recientemente.
El volcán, según se describe en el libro, se estremeció tras varios años de estancamiento en la disminución de la desigualdad, un estancamiento que se agudizó particularmente después de 2012 en el Cono Sur. Ese año algunos indicadores subjetivos de bienestar comenzaron a deteriorarse y siguieron dicha tendencia. Por ejemplo, la proporción de latinoamericanos que informan carecer de dinero para gastos de vivienda aumentó cerca de 20 puntos porcentuales entre 2012 y 2019, alcanzando un alarmante 40%.
Pero ciertamente hay muchas más cosas en juego. Solo en materia de ingresos, América Latina y el Caribe sigue siendo tremendamente desigual en comparación con el resto del mundo. El 10% más rico de la población ganó 22 veces más que el 10% más pobre en 2018. Esta brecha es más del doble de la media de los países desarrollados y de una serie de países comparables de otras regiones que tienen un PIB per cápita similar. Aunque los datos disponibles solo incluyen unos pocos países, la región también parece concentrar muchos más ingresos en el nivel superior. El 1% más rico se lleva el 21% de los ingresos (antes de impuestos y transferencias) de toda la economía, mientras que el 10% más rico se lleva más de la mitad. En el caso de los países desarrollados, el 1% superior gana en promedio el 10% de los ingresos totales, y el 10% superior aproximadamente una tercera parte.
La desigualdad de ingresos afecta la forma en que los ciudadanos perciben la equidad en sus respectivas sociedades. En promedio durante las dos últimas décadas, solo uno de cada cinco latinoamericanos ha considerado que la distribución de ingresos en su país es justa. Y, a medida que la desigualdad ha ido cambiando, también ha cambiado la percepción de los ciudadanos. Por ejemplo, cuando disminuyó la desigualdad entre 2000 y 2013, una parte cada vez mayor de la población consideraba que la distribución de ingresos era más justa, y cerca del 25% lo sintió así en 2013. No obstante, esta percepción disminuyó con la desaceleración económica entre 2013 y 2019, y en la actualidad solo el 15% de la población considera que la distribución de ingresos es justa.
Existen grandes desigualdades por motivos de género, raza y etnia. Es bien sabido que las mujeres trabajan más por menos dinero. Solo una tercera parte de los empleos mejor remunerados en los sectores de negocios, derecho, salud, computación, gobierno y ciencia son ocupados por mujeres, quienes también están subrepresentadas en los altos cargos de las empresas que cotizan en bolsa. Estas diferencias están profundamente arraigadas en las normas sociales. Por lo general, se considera que las mujeres son más aptas que los hombres para cuidar de sus familias, por lo que se espera que ellas renuncien a sus posibilidades de obtener ingresos para poder dedicarse a ello. Más del 40% de los latinoamericanos cree que los niños en edad preescolar sufren cuando su madre trabaja, y la mitad piensa que ser ama de casa es tan satisfactorio como tener un trabajo remunerado. De hecho, las mujeres dedican tres veces más horas a la semana que los hombres a realizar labores no remuneradas en el hogar y, en general, terminan trabajando casi 18 horas más a la semana que los hombres.
América Latina y el Caribe es una de las regiones más multiétnicas y multiculturales del mundo. Con entre 772 y 826 grupos indígenas, el porcentaje de la población indígena es de aproximadamente el 8%. Los afrodescendientes representan la cuarta parte de la población total, y en países como Brasil, República Dominicana y Venezuela son la mayoría. Sin embargo, a pesar de su elevado número, estos sectores de la población están en desventaja no solo en lo que respecta a su bienestar económico sino en su acceso a las oportunidades. En promedio, el 43% de la población indígena y el 25% de los afrodescendientes son pobres. Las diferencias salariales en relación con el resto de la población también son elevadas. Haciendo ajustes por educación, los afrodescendientes ganan en promedio un 17% menos que el resto de la población, mientras que los indígenas ganan un 27% menos. Y estas disparidades son muy persistentes. A pesar de las enormes disminuciones en materia de desigualdad en otras áreas durante la primera década del siglo XXI, la brecha salarial que penaliza a los afrodescendientes e indígenas se ha mantenido bastante estable. Es claro que la desigualdad no solo se trata de la disparidad de ingresos. El color de la piel o la apariencia física de las personas suele afectar la forma en que son tratadas por el sistema legal, así como muchos otros aspectos de la vida.
En el ámbito de la salud, a pesar de los importantes avances de las últimas décadas, la mortalidad infantil es un 50% más elevada en las familias de bajos ingresos que en las de altos ingresos. En la educación, la diferencia de habilidades acumuladas entre un niño de una familia pobre y uno de una familia rica equivale a dos años de escolaridad al comienzo de la escuela secundaria. La desigualdad también tiene un componente geográfico. Existen grandes diferencias de ingresos entre regiones, ciudades y barrios. Por ejemplo, cerca del 12% de la desigualdad en Brasil tiene su origen solo en las diferencias entre los barrios de la ciudad. Pese a que los pobres y los ricos viven en relativa proximidad, en realidad, viven claramente separados por los barrios de la ciudad, los cuales determinan, entre otras cosas, la calidad de los servicios públicos que reciben sus habitantes.
En este contexto de desigualdades estructurales, la crisis de la COVID-19 se desató con una velocidad sin precedentes, causando efectos regresivos y dejando en evidencia la extrema vulnerabilidad de las familias de bajos ingresos ante las crisis. En este caso se trató de una crisis sanitaria y económica. En el pasado, los desastres naturales y las conmociones macroeconómicas expusieron las debilidades de la región. Por ejemplo, en 1998, el huracán Mitch eliminó el 18% de los activos de las familias hondureñas del quintil más pobre, pero solo el 3% de los activos del quintil superior. Los ahorros de las familias son insuficientes: solo una de cada cinco familias en la mitad inferior de la distribución de ingresos tiene suficiente dinero para superar una emergencia. Como ilustra la crisis de la COVID-19, las redes de seguridad son inadecuadas no solo para los pobres sino también para quienes están en riesgo de caer en la pobreza.
La crisis de la COVID-19 ha puesto de relieve la alta vulnerabilidad de la región. Pero a falta de una respuesta sólida por parte de los gobiernos, las exigencias que generaron el descontento generalizado y al malestar social en 2019 se harán más insistentes incluso después de que se apacigüe la crisis. Los formuladores de políticas públicas deberán dar prioridad al crecimiento. Pero no a cualquier tipo de crecimiento. Debe ser inclusivo y estar dirigido a reducir la desigualdad que perjudica el bienestar, las aspiraciones y las perspectivas de tantos pueblos de la región.
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