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Conflicto, violencia y postconflicto: una mirada reflexiva desde el maestro, la maestra y la escuela
Apreciados compañeros y compañeras:
Como ciudadana y luego de transitar y desandar los caminos del magisterio (33 años), en calidad de maestra y de trabajadora social, deseo de corazón compartir con ustedes algunos de los múltiples interrogantes que me asaltan cotidianamente en relación con el poder y la capacidad de la “educación y la escuela” para hacer frente a la violencia y al conflicto, entendiendo estos como - el uso deliberado de la fuerza, medio para conseguir un fin, o como estrategia de dominación y sumisión -.
He aquí algunos de estos interrogantes: ¿Cómo educar en una sociedad que históricamente ha cargado con una herencia de conflicto y violencia estructural y que se prepara según los “expertos”, para la llamada” Era del posconflicto”? ¿Qué hacer frente a este fenómeno, si reconocemos que las formas de violencia se universalizan (instalándose muchas veces en el pensamiento colectivo e incluso atravesando las prácticas pedagógicas escolares y familiares?
Por tanto, ¿qué hacer para entender, transformar, trascender, tales actitudes y conductas violentas y destructivas de una persona, cuando en general la educación, la escuela, la familia, las instituciones, no posibilitan espacios reales de atenta escucha (pedagogía de la memoria) de los sujetos y de las “víctimas” y las motivaciones de los “victimarios”; para a partir de allí buscar soluciones conjuntas?
Cada vez la encrucijada es mayor si se tiene presente que la gobernanza universal, la incredulidad frente al papel y la transparencia del estado y sus instituciones se desdibuja cada vez más, como quedó visibilizado en el Documento de la “Década de la Educación para el Desarrollo sostenible, 2004- 2014”.
No menos importante es el cuestionamiento frente a “cómo lograr que El Fondo Monetario Internacional, El Banco Mundial, La OCDE y otros organismos multilaterales –que tienen que ver con los modelos y políticas económicas, con el marco de actuación educativo y de las reformas necesarias para que la educación responda a las necesidades del mercado globalizado (personas con habilidades y competencias para desempeñarse en el mundo)– logren entender que indicadores y dimensiones como: relación maestro-estudiante, escuela-familia, convivencia escolar, motivación intrínseca para el aprendizaje, autorregulación, autoestima, autorrealización, libertad y autonomía, autocontrol, tolerancia, equidad, cohesión social, inclusión, participación, disposición para el aprendizaje, metacognición, felicidad, sentido de pertenencia, resiliencia, proyecto de vida, solidaridad, identidad, etc. no pueden quedar por fuera del foco y de la medición en la denominada -calidad educativa, mejoramiento institucional, y competencias de los estudiantes.
Desde esta perspectiva, emerge otra inquietud: ¿Por qué a pesar de la disímiles iniciativas por parte algunos gobiernos y de los recursos invertidos, de los esfuerzos filantrópicos, de las intenciones y acciones del maestro; los resultados en indicadores que dan cuenta de la dimensión humana del sujeto y las metas expuestas para erradicar la violencia siguen siendo tan difíciles de alcanzar?
Recordemos que la educación es un “Proceso gradual en el cual se transmite conocimientos a una persona y se le estimula para que desarrolle sus capacidades de forma integral” y el aprendizaje [es un proceso personal y complejo, que se logra de forma sistemática y gradual y que permite al ser humano, partiendo de sus conocimientos previos y de la acción, incorporar en su estructura cognitiva nuevos conocimientos, habilidades y actitudes], Castaño, E (pág. 50).
Visto de esta manera, ¿cómo potenciar entonces procesos mentales (cognitivos) que en asocio con los factores ambientales, permitan alcanzar nuevas capacidades, conocimientos y competencias del ser y del convivir consigo mismo, con el otro/otra y con el planeta de forma pacífica, incluyente y solidaria?
Como se observa, a la educación le asiste en la actualidad uno de los más grandes desafíos de la historia como lo es producir y poner en práctica sistemática, sostenible y libre de retóricas empolvadas prácticas y experiencias pedagógicas alternativas que sirvan a nuestros niños, niñas, jóvenes y adultos “herramientas que permitan reconstruir y, sobre todo, mantener la convivencia pacífica”, Palabra Maestra No 34. (2013, Pág. 2), en medio del conflicto y en el posconflicto.
En esta perspectiva, en la Red de Gestión y Calidad Educativa de Medellín desde hace algún tiempo, en sus reflexiones y cartas pedagógicas, ha tomado fuerza aquellas dimensiones de lo humano a las que nos referimos en el párrafo tres de este escrito.
Obsérvese algunos de los apartados que dan cuenta de tal preocupación: “a través de la construcción de espacios (…) de comunicación AFECTIVA, ASERTIVA y EFECTIVA, aspectos de la comunicación (...)”, Hincapié, (2015); “no dejar de crear en el aula de clase espacios de convivencia en los que se promueva la comprensión, el respeto, la confianza, la comunicación, el reconocimiento, la sinceridad y la cooperación, para que nuestros niños y adolescentes se sientan (…) Duque, E y Luján, D. (2016).
En este orden de ideas, y acorde a la trascendencia y la complejidad del tema y a las implicaciones en la educación y sostenibilidad de las generaciones presentes y futuras, es necesario que tomemos conciencia de la responsabilidad personal y social frente a la construcción de la convivencia y la paz desde la cotidianidad de la escuela y la familia, y teniendo como protagonistas a cada uno de los actores sociales implicados.
Por ahora, y como se puede observar, la intención de esta Carta Pedagógica solo es dejar situados ciertos cuestionamientos y algunos elementos de base para la reflexión y posibles actuaciones. Por tanto, la pregunta y a la vez la provocación es a pensar en ¿cuáles podrían ser las intervenciones pedagógicas y estrategias curriculares y extracurriculares, interinstitucionales e interdisciplinares que se pueden proponer desde la educación escolar, familiar, institucional, territorial, para erradicar y/o minimizar los nefastos efectos, consecuencias y secuelas producidos por aquella “cultura de violencia, resentimiento y odio” que carcome silenciosamente el corazón, la voluntad, los principios ético-morales, el alma y la existencia de los seres humanos?
En otras palabras, y acercándonos a la postura ética del sociólogo Zygmut Bauman, toda estrategia o intervención pedagógica debe tener como foco la libertad, la autonomía y responsabilidad que conlleven a hacer frente a “la ceguera moral actual, a desterritorializar el miedo” que nos paraliza a la hora de seguir conservando la esperanza y a no temer a los desafíos que se nos proponen, dada la urgencia y el compromiso que tenemos aquí y ahora con este gran reto de educar para la ciudadanía, la convivencia y las Paces: “paz directa –regulación no violenta de los conflictos–, paz cultural -existencia de valores mínimos compartidos- y paz estructural -organización diseñada para conseguir un nivel mínimo de violencia y máximo de justicia social-”, Tuvilla, J.
Espero fervientemente que esta reflexión provoque una siguiente Carta Pedagógica, cuyo sustento sean las acciones concretas que se pueden gestionar y desarrollar desde la escuela y la familia, en torno al tema que nos ocupa en esta reflexión y en este momento histórico donde confluyen conflicto y postconflicto.
Con toda consideración y respeto,
Ehiduara Castaño Marín
Contenido publicado originalmente en la página de Editorial Magisterio, aliado de Palabra Maestra.
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