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Más allá del diagnóstico: 8 ideas para desmedicalizar el salón de clase

“Garantizar la educación inclusiva exige desmedicalizar el aula y la escuela, para que allí pase lo que tiene que pasar: la educación”.

Abril 8, 2020

El salón de clases no es una clínica ni una IPS en donde se presten terapias. Los niños y niñas con discapacidad son allí estudiantes, no diagnósticos, no son enfermos. Garantizar la educación inclusiva exige desmedicalizar el aula y la escuela, para que allí pase lo que tiene que pasar: la educación. Acá les contamos 8 ideas para sacar lo médico del salón de clase y poder ser realmente inclusivos.

1. Hay que preguntarse menos por qué tiene, y más qué podemos hacer con él. En el mundo de la discapacidad los profesionales de la medicina han ocupado un lugar privilegiado, son ellos quienes dicen qué tiene una persona, qué debe hacer, qué debe tomar y, en muchos casos, se atreven a ver el futuro y a decir qué va a lograr y que no va a lograr esa persona, o si va a vivir mucho o poco tiempo. Hay que sacar a los médicos de la cabeza de los maestros.

Por esa falsa superioridad del médico, muchos maestros tienen, cuando se trata de los estudiantes con discapacidad, un peligroso objeto de deseo: el diagnóstico. Quieren saber qué tiene, qué le falta, qué le pasa, qué le falla. Muchas veces, cuando no tienen el diagnóstico simplemente no pueden hacer nada, pareciera que un papel que diga "chuequera-bilateral-congénita" es fundamental para ser un maestro innovador: nada más alejado de la realidad.

La clave es preguntarse menos qué tiene y qué le falta. En su lugar los maestros deben preguntarse más:

  • ¿Qué puede lograr?
  • ¿Qué barreras enfrenta en la escuela?
  • ¿Qué podemos ajustar o cambiar?
  • ¿Qué podemos hacer diferente?
  • ¿Qué podemos intentar o probar?

Nada de eso se lo puede decir el médico, debe surgir de la innovación y creatividad del maestro, de su intención genuina de querer enseñarle a este estudiante que tiene enfrente, de tener altas expectativas, de ensayar, equivocarse y finalmente, lograrlo.

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2. Tiene chuequera-bilateral-congénita y ahora qué hago. El diagnóstico, como peligroso objeto del deseo, genera una gran angustia cuando se conoce. El mal maestro, cuando conoce qué tiene su estudiante con discapacidad, descubre con sorpresa que conocer la enfermedad sirve para casi nada cuando se trata de educación inclusiva.

El buen maestro, cuando conoce el diagnóstico, se da cuenta que ya lleva meses desarrollando ajustes razonables y brindando apoyos y, que muchas veces, el médico solo confirma algo que el maestro ya sospechaba y que no cambió en nada las cosas maravillosas que sucedían en el aula de clase.

Es muy sencillo, el diagnóstico es una categoría médica que poco o nada tiene que ver con el proceso de enseñanza-aprendizaje, no es una fuente de creatividad o de innovación en las prácticas pedagógicas. Catalogar la enfermedad casi nunca ha servido para desarrollar una buena práctica docente.

3. Los maestros conocen más a los niños, los ven más tiempo. Hay que confiar más en su criterio. La relación entre los sectores salud y educación es compleja, por decir lo menos. El maestro y el colegio hacen parte de la vida del estudiante, él pasa allí 5 de 7 días de la semana, 8 de 24 horas del día. Solo la familia interactúa tanto y conoce tanto al estudiante con discapacidad como el maestro. Él lo ve en acción, con sus compañeros, en la vida real. El médico lo ve poco tiempo, pocas veces al año, lo observa en un consultorio blanco, aséptico, donde los niños no son niños, sino pacientes.

El sector educativo tiene mucho más que decir sobre el estudiante con discapacidad cuando al aprendizaje, a los logros y a las potencialidades se refiere. El maestro no es el llamado a decir qué tiene el niño o la niña con discapacidad, es el llamado a conocerlo, a esperar grandes cosas de él, a ayudarlo, apoyarlo a enseñarle. Nada de eso pasa en un consultorio médico.

4. Así no se le quite lo que dice el médico que tiene, debe seguir estudiando. Acceder a buenos servicios de salud y conocer el diagnóstico son un derecho de igual categoría que el derecho a la educación. Pero la escuela no puede esperar a saber qué tiene, muchas veces porque para saberlo se requiere tiempo, porque hay que sortear obstáculos y, mientras eso sucede, los niños con discapacidad no pueden dejar de estudiar.

La educación inclusiva es un proceso de ensayo-error, un proceso de creatividad didáctica y pedagógica, hecho a la medida de cada niño, el cual, muchas veces, sucede sin diagnóstico, eso es algo bueno.

Hace poco en un evento alguien dijo que "para que una escuela pueda recibir a un niño con discapacidad, la EPS debe haberle hecho todos los exámenes y mandar toda la documentación al colegio". Nada más equivocado y alejando de la realidad. Los niños van a estudiar y brindarles un servicio educativo inclusivo no depende de si se sabe qué tiene en términos de salud.

5. En la escuela hay estudiantes, no pacientes. Para desmedicalizar el salón de clase hay que olvidar los diagnósticos que funcionan como un letrero que lleva el niño en la frente y, en su lugar valorar las capacidades. Esto es más fácil decirlo que hacerlo. La palabra anormal fue reemplazada por el eufemismo "estudiante atípico", "neuroatípico" o el más sofisticado de todos: "con trayectorias atípicas"; todas esas formas de nombrar no son otra cosa que el modelo médico-rehabilitador reinventado, remodelado, con Botox, con nuevo look. No existen los estudiantes típicos ni normales, un buen docente sabe siempre que cada niño es un mundo, por más que los profesionales de la salud se encarguen de hacer énfasis en la disfrazada anormalidad.

Históricamente los maestros han sido formados para educar y concentrarse en los mejores estudiantes, los que aprenden rápido, los que aparentemente prometen mucho. Al profesor de cálculo le gustan los que van a ser ingenieros, al de educación física le encantan los que juegan fútbol, a la de biología las que van a ser médicas. Y, los que tienen discapacidad son un asunto del educador especial, ese profesional, educado hace décadas, para atender al estudiante enfermo, incompleto, precario, anormal, atípico (llámenlo como quieran) y, liberar el aula de esos estudiantes que “supuestamente” hacen todos más lento, más difícil, que no aprenden, que sufren en el salón de clases.

Por eso los educadores especiales (que pena decirlo), ocupan un lugar secundario en la escuela, porque fueron educados para atender "aparentemente" estudiantes de segunda categoría. Hay que cambiar eso, ningún estudiante es de segunda.

Los días de ese maestro de matemáticas que piensa que el estudiante con discapacidad no es asunto suyo están contados. Un buen maestro, un maestro inclusivo, debe conocer a sus estudiantes, no para hacer una lista de lo que les falta o de lo que no hacen bien. Todo lo contrario, para descubrir qué les gusta, qué los motiva, qué hacen bien, qué pueden hacer mejor. Ese maestro de aula debe tomarse a todos los estudiantes en serio, incluidos a los que tienen discapacidad.

No es cierto que haya estudiantes que no aprendan, lo que sí hay es malos maestros que hacen siempre lo mismo y, algunos niños son menos receptivos a más de lo mismo. Se aprende desde la valoración de las capacidades, con altas expectativas para con los niños, a partir de la creatividad y la innovación de los docentes en sus prácticas. Casi nunca, por no decir nunca, un diagnóstico médico le ha dicho al maestro cómo enseñar, tampoco cómo aprenden los niños y niñas con discapacidad. Tome el diagnóstico y guárdelo en una carpeta, olvídese de él y, en su lugar, despliegue toda su creatividad.

6. Mi hijo con discapacidad sabe lo mismo que sus compañeros sin discapacidad, casi nada. Para materializar la educación inclusiva hay que dejar de unirla, necesariamente, a los conocimientos académicos. Probablemente, un adolescente con discapacidad sabe de química lo mismo que uno sin discapacidad: casi nada. 

No se va a la escuela solo adquirir conocimientos, a la mayoría de nosotros se nos olvidaron la mayoría de cosas que aprendimos, otras nunca las aprendimos realmente. La educación sirve, principalmente, para adquirir competencias, habilidades para la vida, sirve para descubrir qué nos gusta, para qué somos buenos y para potenciarnos. Sirve para reconocer al otro como igual, para ser buen ciudadano, eso tiene que ver poco con balancear ecuaciones químicas, recordar el Lazarillo de Tormes, los elementos de la célula o las letras de la tabla periódica.

Se vale concentrarse más en las competencias y renunciar, a veces, a ciertos contenidos. El diagnóstico médico sirve para marcar al estudiante diferente, para resaltar lo que la falta, lo que no logra hacer, para compararlo con los demás. Esa información no sirve para construir una experiencia educativa inclusiva. Es claro que hay niños con discapacidad, y también sin discapacidad, que nunca van a aprender ciertas cosas. Bueno, hay que vivir con eso y seguir adelante con la oferta educativa, la clave es saber qué sí puede aprender y para qué le va a servir en su vida.

7. No hay unos estudiantes que sí pueden estar incluidos y otros que no. Si los que más lo necesitan no están incluidos estamos perdiendo el tiempo. Esta trampa se escucha con frecuencia: “es que hay discapacidades múltiples muy profundas”, “es que si no controla esfínteres no puede estar en el salón de clase”, “es que mire que no sabe hablar, no se expresa”. Y así, un sin fin de excusas.

El diagnóstico sirve también para categorizar a las personas: “es que es muy funcional”, “es que este sí puede”, “es muy independiente”; cosas tan absurdas como: “es que ni se le nota la discapacidad”. El reto de la inclusión debe empezar por aquellos que, aparentemente, significan un reto mayor para la educación. Siempre es más fácil empezar por los que son fácil, los que implican pocos ajustes, pocos cambios, con lo que no retan a los maestros, pero mientras eso sucede, quienes más lo necesitan está por fuera.  

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8. Si lo gradúo de bachiller estoy engañando a la sociedad, porque él nunca va a poder con la universidad. Para materializar el derecho a la educación inclusiva hay que dejar de ver la trayectoria educativa como una competencia, en donde todo hay que lograrlo, en donde el título sirve para certificar conocimientos, en donde hay que ser siempre los mejores; se vale simplemente ser.

La apuesta por la educación inclusiva es una apuesta por el derecho a vivir una vida independiente e incluida en la comunidad. Es una apuesta porque las personas con discapacidad construyan un proyecto de vida y lo vivan, una apuesta para tener más y mejores oportunidades en la vida adulta. No es una apuesta solamente por adquirir conocimientos que luego van a olvidarse o que no se van a poner en práctica.

Es cierto que la mayoría de personas con discapacidad no se van a convertir en astronautas de la NASA, pero tampoco la mayoría de los estudiantes sin discapacidad. Por el contrario, si se convertirán en ciudadanos que votan, que tienen una familia, un trabajo, que respetan las normas, que cuidan el medio ambiente, cosas sencillas, típicas que la gente común y corriente.

El maestro es central para la educación inclusiva, de su creatividad e innovación dependen los ajustes razonables y los apoyos que recibe un estudiante, lo que logra, lo que alcanza. El diagnóstico es un papel que, en la mayoría de los casos, quedará guardado en una carpeta. Las prácticas pedagógicas, por el contrario, están vivas, suceden todos los días y transforman la vida de los estudiantes, les abren las puertas de las oportunidades en el futuro.

Contenido publicado originalmente en el blog de DescLAB, aliado de Palabra Maestra.

 

 


Imagen www.desclab.com

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Abogado. Magíster en Planeación Urbana y Regional y LL.M en Derecho Internacional y Derechos Humanos.
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Luis Fernando Burgos
Gran Maestro Premio Compartir 2001
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