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Castigar o premiar, esa es la cuestión

¿Qué pasaría si nuestra filosofía fuera motivar desde el incentivo y no desde el castigo?

Septiembre 16, 2015

Las personas tienden a ser más efectivas, productivas y responsables cuando se sienten motivadas, cuando encuentran que su labor es entendida como algo más allá que un deber y cuando existen mecanismos mediante los cuales se reconoce e incentiva el quehacer. Este pensamiento viene surgiendo al interior de las organizaciones desde hace algunos años como respuesta a la necesidad de hacer que el trabajador, pero sobre todo la persona, se sienta cómoda, valorada y motivada a dar más de sí.

No es una idea revolucionaria, no es algo innovador. Sin embargo, son muchas las organizaciones que siguen rigiendo su función de seguimiento y exigencia laboral desde un sistema que desde mi perspectiva es equívoco. El castigo o la advertencia, si se quiere, suele funcionar de manera contraría, no genera motivación, por el contrario hace que las personas estén más propensas a no equivocarse que a generar nuevas cosas.

La escuela y el aula son escenarios donde por principio se debe motivar a la creatividad y la innovación, son lugares llamados a crear personas que no vivan con el temor a equivocarse, sino que se sientan motivadas a arriesgarse. Por supuesto, ningún extremo es bueno, la equivocación es válida si hay una instancia de reflexión para mejorar, así como el riesgo es positivo si existe una base, una etapa de evaluación para entender lo que se pone en juego y lo que se puede obtener.

En esa medida, me pregunto, ¿por qué no aplicamos estrategias similares en la educación?, ¿por qué seguimos pensando que la advertencia de castigo es la mejor fórmula para incentivar al estudiante? Me resulta contradictorio esperar que alguien se sienta atraído sobre un tema, área, labor y en general cualquier tema, cuando de entrada se le ponen límites y condiciones, cuando se indica que puede perder y no lo que puede ganar.

Estamos, casi que por cultura, acostumbrados a que se nos hable más de aquello por lo que podemos perder una materia o recibir un llamado de atención, que de las cosas que podrían llevarnos un paso adelante. Es como si fuera más valioso incentivar el miedo a perder para que nos conduzcamos por una línea recta, que proponer escenarios en los que se motive a dar más, donde el esfuerzo es reconocido y entendido no como parte del deber, sino del interés que puede haber en el hacer.

Y es que existe una estricta relación en nuestra formación del ser desde instituciones educativas y el cómo nos desempeñamos en el entorno laboral más allá del sentido intelectual y profesional; y es que no es resulta nada fácil pensar en empresas que fundamenten su labor en la persona y lo que esta significa para la organizaciones, cuando hemos crecido pensando que el centro de todo es el hacer como respuesta a una labor y unos deberes.

Formar a los estudiantes como personas orientadas a entender la importancia de hacer y aprender, es muy distinto a guiarlos bajo la mirada del hacer por cumplir, o para no ser castigados. Un ejemplo que viene a mi, en medio de esta reflexión es aquella frase que por generaciones se usó para indicar que el castigo y la represión eran sinónimo de conducta y aprendizaje: “la letra con sangre entra”, una expresión que no solo está mal desde la concepción de que la educación no debe

Debo confesar que hasta hace muy poco pensaba que no era más que una de esas trilladas frases que se inventaron en algún momento como parte de un discurso para sostener que el castigo hacía parte de la formación conductual de las personas, sin embargo, tuve la oportunidad de cruzarme con un dato que llamó mi atención respecto a esta idea de que la educación debe ser entendida como un algo donde se gana por cualquier parte que se le mire, que si bien hay riesgos y condiciones, también hay oportunidades para ganar que radican en algo más allá que “pasar el año”.

Respecto al dato de la frase, “La letra con sangre entra”, es el título de una pintura creada por Francisco de Goya entre 1780 y 1785, donde el autor retrata una escena de escuela en la que el maestra se dispone a azotar con un látigo a un estudiante quien espera el momento del castigo, mientras otros dos alumnos ya golpeados se recomponen del azote frente a sus compañeros en el aula. 

*Imagen tomada de: www.xn--espaaescultura-tnb.es/es/obras_de_excelencia/museo_de_zaragoza/la_letra_con_sangre_entra.html

Quizá, pensando en la frase y el hecho que me llevó  a la reflexión del castigo, podría decirse que no hemos cambiado tanto aquel sistema educativo donde el castigo hacía parte del formato académico; claro no en la manera formal del maltrato físico, pero sí en otras formas en donde la idea de perder o quitar algo se sobrepone a la de ganar, motivar e incentivar.

Actualmente vivimos en una sociedad en la que el miedo se ha vuelto un estado casi que permanente; donde la violencia es el platillo fuerte y la injusticia “la cereza del postre”. No sería entonces más prudente, si se quiere, generar un esfuerzo en transmitir a nuestros niños y jóvenes la idea de que sí se puede hacer y dar más, que el aprendizaje vale la pena y que el compromiso con la formación académica es un camino que debemos tomar en aras del desarrollo social y personal, pero basado en un sistema que incentive, que motive y en el que asistir a la escuela no sea sinónimo de castigo.

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Comunicador social y periodista con especialización en Gerencia de Mercadeo.
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Irma María Arévalo González
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