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El programa de Maestría en Didáctica: aportes a la escuela, el saber y el maestro

El compromiso con el objeto llamado enseñanza debe, igualmente, superar la idea de la formación posgradual del profesorado que toma el programa.

Noviembre 27, 2017

“La reforma universitaria no puede reducirse, ni siquiera consistir principalmente, a la corrección de abusos. Reforma es siempre la creación de usos nuevos. Los abusos tienen siempre escasa importancia” (Gasset, 2001:2).

Esto escribiría José Ortega y Gasset en 1930. Estas palabras igualmente invitan reflexionar sobre la misión de la universidad, reflexión que comúnmente ha aparecido en momentos de crisis o reformas históricas de la universidad moderna.

¿Necesitamos de una crisis para volver a plantearnos la pregunta sobre la razón de ser de la universidad? Ciertamente Ortega y Gasset habría hecho el punto de inflexión para los años treinta del siglo XX, al establecer que la universidad no debería transformarse a partir de circunstancias correctivas, aquellas “cosas aisladas” o “poco frecuentes” que se circunscriben a las problemáticas internas, sino precisamente a partir de esos “usos nuevos” o posibilidades que provienen desde su exterior, y que no podrían identificarse con plenitud si no se ha determinado finalmente cuál es la misión de la universidad (Gasset, 2001:2).

¿Qué se espera de la universidad?, en un sentido más allá de lo institucion al, ¿cuál es su misión, su sentido como institución que hace parte de la sociedad contemporánea? Pues bien, cuando Ortega y Gasset afirmó a propósito de estas cuestiones que “cuando una nación es grande, es buena también su escuela” (pág., 2) y que “la fortaleza de una nación se produce íntegramente” (pág., 2), estaba refiriéndose al hecho de que la universidad no se constituye como un ente aislado de la sociedad y sus demás instituciones.

Se trataría entonces de una apuesta colectiva, imposible de abstraer e individualizar. Para Gasset, independientemente de la naturaleza de las instituciones universitarias de determinada nación, el compromiso se imprimiría hacia el “afuera”, primordialmente el “aire público”, que en una ecuación perfecta con el “aire pedagógico producido dentro de sus muros” podría dar como resultado lo que llama una “buena escuela”. Es decir, las universidades no serían buenas por sí mismas, “su realidad íntegra es el país que las creó y que las mantiene” (Gasset, 2001:2).

Vista dentro de los campos de la didáctica y la pedagogía, la universidad presupone la enseñanza de las profesiones intelectuales y la investigación científica. Bajo la perspectiva de Gasset se trataría -  muy al modo en que se prefiguró la universidad moderna durante el siglo XIX y XX - de dos cuestiones independientes: “ser abogado, juez, médico, boticario, profesor de latín o de historia en un instituto de segunda enseñanza, son cosas muy diferentes a ser jurista, fisiólogo, bioquímico, filólogo, etc. Aquéllos son nombres de profesiones prácticas, éstos son nombres de ejercicios puramente científicos. Por otra parte, la sociedad necesita muchos médicos, farmacéuticos, pedagogos; pero solo necesita un número reducido de científicos” (Gasset, 2001:3).

Esta sería, según el filósofo español, la gran pérdida de la universidad moderna respecto a la universidad medieval, aquella que consiste precisamente en la ausencia del “sistema vital de ideas sobre el mundo y sobre el hombre correspondientes al tiempo” (Ortega y Gasset, 2001:4) que no es otra cosa que la enseñanza o transmisión de la cultura. Es decir, lo que escinde a la universidad moderna de la universidad medieval es precisamente su separación de la sociedad y la cultura.

Estas preocupaciones no han sido precisamente propias del primer tercio del siglo XX como lo vemos en Ortega y Gasset. De manera más reciente Jacques Derrida se preguntaba lo mismo para la década de 1990:

¿Existe hoy en día, en lo que respecta a la Universidad, lo que se llama una «razón de ser»? (…) En dos o tres palabras, nombra todo aquello de lo que hablaré: la razón y el ser, por supuesto, la esencia de la Universidad en su relación con la razón y con el ser, pero también la causa, la finalidad, la necesidad, las justificaciones, el sentido, la misión, en una palabra, la destinación de la Universidad.

Tener una «razón de ser» es tener una justificación para existir, tener un sentido, una finalidad, una destinación. Es asimismo tener una causa, dejarse explicar, según el «principio de razón», por una razón que es también una causa (ground, Grund), es decir también un fundamento y una fundación. (Derrida, 1997:2)

En efecto, si la universidad tiene una razón de ser, dicha razón remitiría - bajo la apreciación de Derrida utilizando el sentido kantiano de la crítica de la razón pura práctica - a obedecer a un “sentido de responsabilidad”. No obstante, dicha responsabilidad no se reduce a las relaciones entre la teoría y la práctica, o a “finalidades utilitarias” del conocimiento aprendido en sus aulas y puesto en práctica fuera de ellas, en el mundo tecnológico, militar o ideológico.

Partiendo de este carácter racional, bien podríamos decir que no es suficiente justificar la existencia de la universidad en su relación intrínseca con la sociedad. Esto es complicado si asumimos la sociedad como aquella gran totalidad en donde se aplican o destinan los conocimientos producidos en sus investigaciones.

Derrida advierte de manera contundente que, en la universidad actual, a diferencia de aquella imaginada por Kant: “ya no se puede distinguir entre lo tecnológico por una parte y lo teórico, lo científico y lo racional por otra parte” (Derrida, 1997:13). En otras palabras, la universidad moderna actual ya no puede disociar el conocimiento puramente científico de los fines “accidentales o empíricos” procedentes de las necesidades técnicas: “Hoy en día, en la finalización de la investigación -les pido perdón por recordar cosas tan evidentes- resulta ya imposible distinguir entre ambas finalidades. Es imposible, por ejemplo, distinguir entre programas que se desearía considerar «nobles» o, incluso, técnicamente provechosos para la humanidad y otros programas que resultarían destructores” (Derrida, 1997:14).

La utilización de los conocimientos producidos por la universidad – a los que Derrida llama la finalización de la investigación – para propósitos destructivos puede también justificarse desde la relación universidad-sociedad, especialmente si se asume que la universidad es ajena o externa a “la sociedad”, y a su vez esta última como una entidad absoluta, total pero así mismo indeterminada.

Es así como este gran espectro puede tener intereses nobles, pero también abarcar propósitos militares, de defensa y producción de armamento. Ahora bien, la problemática de fondo radicaría en el cómo asumir la relación de la universidad y la sociedad sin el riesgo de recaer en posturas dicotómicas, que disgregan a la universidad como una institución separada del conjunto social. Para Derrida la clave está en una nueva “responsabilidad de pensamiento”, que en efecto ponga en cuestión la función exclusiva de la universidad como formadora de fuerza laboral.

La vida universitaria, establece Derrida, no debe regularse exclusivamente (pues no se trata de que se sustraiga plenamente de ello) al criterio puramente técnico, esto es, a la oferta y demanda del mercado del trabajo (Derrida, 1997:20). Sería necesario pensar en una responsabilidad que no se abstraiga del compromiso ético-político.

¿Cómo diseñar entonces un proyecto que enlace la relación universidad-sociedad desde el programa de Maestría en Didáctica en la Universidad Santo Tomás sin caer en estas posturas? Tendríamos en cuenta inicialmente las advertencias que el autor nos hace, empezando por aquella que nos recuerda que históricamente la universidad no ha podido asumirse autónoma a la sociedad, sino que ella representa la sociedad: “ha reproducido su escenografía, sus metas, sus conflictos, sus contradicciones, su juego y sus diferencias y, asimismo, el deseo de concentración orgánica en un solo cuerpo” (Derrida, 1997:23).

Es por ello que el autor propondría una “universidad sin condición”, llevando la libertad académica a una “libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exige una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad” (Derrida, 2002:10). Verdad que de manera privilegiada remite a una acción pública a la que están llamadas primordialmente las ciencias humanas.

En lo que respecta a un programa de maestría en didáctica, su responsabilidad no se agotaría únicamente en las asignaturas y el desarrollo de sus planes de estudio para la consecución del título posgradual. Se trata de ir más allá del hecho de diseñar contenidos “pertinentes” y enseñarlos adecuadamente.

Estamos refiriéndonos a que en lo que respecta a un programa de este tipo, la responsabilidad sería mucho mayor, superando el enlace universidad-sociedad que en la mayoría de los casos puede esconder realmente la relación universidad-empresa, asumiendo los conocimientos, prácticas y saberes como simples aplicaciones.

En el caso de un programa de maestría en didáctica - que además está construido bajo un enfoque humanístico que supera por lejos la idea de la enseñanza de una profesión con sentido técnico - el compromiso con el objeto llamado enseñanza debe igualmente superar la idea de la formación posgradual del profesorado que toma el programa. Estamos entonces frente a una responsabilidad que constituye un encuentro con otra institución histórica y social como lo es la Escuela.

Ubicamos dicha responsabilidad, en el ámbito del programa, como una responsabilidad con y en didáctica, aquella que propende por el rescate del campo, por el resguardo de la escuela y la reflexión de la práctica del maestro como sujeto enseñante.

En ese sentido, el proyecto “Universidad en la Escuela” de la Universidad Santo Tomás asume los siguientes compromisos, que toma como responsabilidades (en el sentido derridiano) frente a los problemas y posibilidades que se manifiestan en su exterior, y que en términos generales se ha denominado como “sociedad”.

Escrito por: María Isabel Heredia D.

 

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Rubén Darío Cárdenas
Gran Rector Premio Compartir 2016
Concibo al maestro como la encarnación del modelo de ser humano de una sociedad mejor. Él encarna todos los valores que quisiera ver reflejados en una mejor sociedad.