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Incorrección Pedagógica (II)

Esta reflexión es, de nuevo, un llamado a abandonar el pensamiento «pedagógicamente correcto» y a aventurar nuevas formas de concebir el rol y la responsabilidad de la comunidad educativa, haciendo visible su aporte a la construcción de conocimiento y a la transformación social, en un mundo que se encuentra en constante cambio.

Octubre 30, 2015

En un artículo anterior[1] expuse la tesis de que, en la actualidad, existe en la esfera educativa una aceptación acrítica de ciertas ideas que tienen como fin no herir sensibilidades, no generar polémica y no despertar el enojo de ciertos sectores sociales, en fin, no alterar el statu quo, por lesivo o inconveniente que sea. A este fenómeno lo denominé «lo pedagógicamente correcto» o «la corrección pedagógica», por su parentesco con ese adefesio en que se ha devenido «lo políticamente correcto».

Mencionaba, también, que lo que me hizo caer en la cuenta de todo esto fueron el proceso y los resultados alcanzados en el estudio Rutas de Emergencia del Talento Docente, en el cual participé como investigador, ya que además de los hallazgos alcanzados como consecuencia lógica del proceso, me encontré ante un conjunto de conocimientos obtenidos de manera no intencional, cuya particular y crucial naturaleza sirvió de estímulo para dar inicio a estas reflexiones.

Para orientar el análisis, a partir de los aprendizajes señalados, definí tres espacios de indagación, a saber: a) el de la formación docente; b) el tema referido a lo que se puede aprender de aquellos maestros que realizan una excelente labor, si se está dispuesto a concederles la palabra; y, c) la exigencia inaplazable de que los docentes sean partícipes dinámicos de las decisiones que atañen a su labor.

Sobre el primer asunto propuse, en el artículo pasado, que la formación de los futuros educadores debería estar ―fundamental, aunque no exclusivamente― en manos de personas que hubieran sido docentes sobresalientes en diferentes niveles educativos y diversos escenarios; ello aseguraría que poseen, además de un buen dominio disciplinar, un conocimiento real de cómo aprenden los estudiantes de distintas edades y disímiles condiciones sociales, ya que, en la actualidad, su formación está en manos de profesionales de la educación que, a lo sumo, han sido profesores de universidad o, lo que es más descorazonador, «expertos de escritorio» que, distantes de las aulas, pontifican sobre cómo debe desempeñar el maestro su quehacer. En otras palabras, se requieren auténticos formadores de educadores y sobran «los expertos de escritorio».

Con referencia al segundo asunto, tema del presente escrito, el estudio evidenció que existen valiosos conocimientos generados por los maestros que, por lo general,  suelen malograrse debido a que no se les visibiliza en grado suficiente, al no identificárselos oportunamente y porque no se ofrecen las condiciones ni los instrumentos para su difusión. Este acervo no se refiere únicamente a lo que cabría clasificar en el orden de lo disciplinar o lo pedagógico, sino que también abarca saberes que versan sobre aspectos y problemas que enfrenta la sociedad actual. Para el caso, los docentes que fueron identificados como aquellos que hacían un uso excepcional de las tic, dieron muestra, por una parte, de poseer una concepción amplia de lo que entienden por tecnología y, por otra, de estar dando respuesta a la pregunta de cuál es la manera apropiada de integrar los avances tecnológicos a la sociedad, adecuándolos a las necesidades y expectativas de las muy distintas colectividades de jóvenes. 

[…] se reivindica de manera mediática la figura del docente, pero de forma solapada se les responsabiliza de muchos de los males del sistema educativo.»

Lo que es necesario subrayar aquí, apoyándonos en el anterior ejemplo, es que los maestros generan, además de un saber pedagógico, nuevo conocimiento de orden práctico-social que responde de manera directa a los retos del mundo contemporáneo. Esto, por cuanto muchos de los educadores son sensibles a las exigencias y expectativas que emergen de ambientes y situaciones críticas, debido a que los espacios escolares son plexos donde se integran los deseos y esperanzas de las comunidades, pero también sus miedos y carencias.

El que esta producción pase desapercibida, para ciertos sectores, no quiere decir que no logre imprimir su impronta en la cultura, vía el proceso educativo. No obstante, el costo de hacerla visible y otorgarle públicamente el valor que le corresponde implicaría el reconocimiento de los maestros como constructores de saber y sujetos de discurso; es decir, admitir su condición de intelectuales, lo cual los ubicaría en un ámbito que se ha reservado tradicionalmente para otras profesiones y oficios que han  gozado de mayor respeto y valoración. Este reconocimiento, además, supondría que en las decisiones políticas y administrativas que atañen a la educación y otras actividades de índole cultural habría que vincular a los docentes, no como invitados de piedra, sino como partícipes activos con derecho a voz y voto. 

Sin embargo, muy pocos estarían de acuerdo en aceptar esta nueva para la comunidad docente, pues verían peligrar el ejercicio del poder al cual están acostumbrados y que los recompensa en las más diversas formas, desde las puramente materiales a las más difusas de orden ideológico.

Esto explica el porqué de la aparente contradicción que existe en muchos países de Latinoamérica, donde tanto el Estado como la empresa privada dan muestras de un creciente interés por la educación formal, pero, al tiempo, prescinden de los maestros en el momento de trazar planes y diseñar políticas educativas.

Lo anterior genera un conjunto de circunstancias anómalas que suelen pasar inadvertidas para el ciudadano de a pie, pero que van en detrimento de las posibilidades de mejoramiento social.

Buen ejemplo de una de estas anomalías es el hecho de que, a pesar del interés mostrado, tanto el Estado como la empresa privada hablan acerca de los docentes y a los docentes, pero hablan muy poco, para no decir que nunca, con los docentes.[2] Situación paradójica, en especial si se tiene en cuenta que, como parte del entramado propagandístico que acompaña tales muestras de interés, se reivindica de manera mediática la figura del docente, pero de forma solapada se les responsabiliza de muchos de los males del sistema educativo.

Para concluir, esta reflexión es, de nuevo, un llamado a abandonar el pensamiento pedagógicamente correcto y a aventurar nuevas formas de concebir el rol y la responsabilidad de la comunidad educativa, en un mundo donde las fronteras de toda clase se hacen cada vez más difusas y los problemas exigen, para su solución, un compromiso total y una acción decidida de todos los docentes.

 


[1]Véase el artículo Incorrección pedagógica (I) en: <www.compartirpalabramaestra.org/columnas/incorreccion-pedagogica-i

 
[2]Esta situación no es realmente nueva, solo que en la actualidad se ha exacerbado. Rosa María Torres ya hacía mención a ella, con términos similares,  en el prólogo que realizó al libro de Paulo Freire, titulado Cartas a quien pretende enseñar. (2004. Buenos Aires: Siglo xxi).

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Profesor asistente de la Facultad de Educación Pontificia Universidad Javeriana
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Diego Fernando Barragán Giraldo
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