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Jornada única o más de lo mismo

Necesitamos tiempos para planear, pensar y soñar la escuela, con menos asignaturas, más interdisciplinariedad y con proyectos enraizados en la realidad de las comunidades.

Junio 5, 2019

“...la educación es la revelación de los demás, de la condición humana
como un concierto de complicidades irremediables.
..lo propio de la humanidad es la compleja combinación de amor y pedagogía.”

Fernando Savater

 

No es la cantidad de horas lo que puede asegurar un mejoramiento en la calidad de la educación en Colombia. Los propósitos gubernamentales al impulsar y empezar a formalizar la jornada única en todo el país, aunque son loables, no atiende las causas estructurales del problema de la brecha entre la educación pública y la que brindan las instituciones privadas de primer nivel. Tampoco es suficiente invertir sumas astronómicas en construcciones, ampliaciones y refacciones de sedes educativas, si no se atiende, con mayor énfasis, el asunto de las metodologías, las didácticas, las prácticas, y en especial, el clima institucional que se vivencia en las aulas de clases y que, en su conjunto, son realmente el soporte para hacer las transformaciones en la calidad de la educación.

De nada sirve que una institución tenga lo último en tecnología si a su interior los maestros se ciñen exclusivamente a la modalidad de las clases magistrales o sencillamente se dedican a entregar guías de trabajo que deben ser resueltas con ayuda de la Internet, sin que las temáticas obedezcan a un proyecto que involucre problemáticas de su comunidad. De nada sirve que se aumente el número de horas si los estudiantes siguen emparentando lectura con aburrimiento, escuela con tareas abultadas y sin fundamento, escuela con espacio para estar conectados a sus dispositivos electrónicos, escuelas sin nexo con los graves problemas que sacuden al mundo como el deterioro del planeta, la corrupción generalizada correlato de una crisis ética que mina la credibilidad frente a lo público, el desplazamiento forzado y el fenómeno de las migraciones, no solo en el vecindario sino en América Central y en el viejo continente.

A la postre, la escuela se ha visualizado como depósito de niños y jóvenes y no como espacio privilegiado en el que se adentran compañeros, amigos, maestros al “jardín simbólico de los significados” -en palabras de Savater-. Como espacio en el que se aprende a convivir, a interiorizar valores, a hacer acuerdos y a vislumbrar proyectos en equipo, para comprender y transformar el mundo con sus aplicaciones científicas y tecnológicas.

La visión de escuela debe ser transformada por los propios maestros, para ello, debemos recoger e ir más allá de las propuestas de cambio direccionadas desde las altas esferas, es hora de pasar de la oposición a la proposición. Con jornada única o no, lo realmente importante es cómo nosotros, los maestros, jugamos a enriquecer nuestro quehacer pedagógico: propiciando de manera creativa ambientes de trabajo fortalecidos por la curiosidad, la motivación y el entusiasmo de los estudiantes, enlazando proyectos de aula con los problemas más sentidos que padecen las comunidades.

Todos los días debemos preguntarnos: ¿Este trabajo es mi proyecto de vida? ¿Llego y expreso agrado al iniciar mis labores cotidianas? ¿Soy consciente de lo importante que soy en la vida de mis estudiantes? ¿Proyecto mi visión de la vida –lo que siento, pienso y quiero- en mis prácticas educativas? ¿Contribuyo con mi labor a la construcción del proyecto de vida de mis estudiantes? ¿Permanezco informado y actualizado con respecto a lo que ocurre en el entorno, en mi país y en el mundo? ¿Hablo de mis lecturas –de los rostros, de las situaciones y los contextos, de los libros y de las distintas expresiones de la comunicación- con mis estudiantes?

La respuesta a los interrogantes planteados guarda relación con la otrora época, en la que se equiparaba la labor del maestro con un verdadero apostolado, por la vocación y entrega que implicaba el haber escogido el camino de la docencia.

Quien ha llegado a un cargo en el magisterio por un favor político y sobrelleva esta labor como un suplicio cotidiano, que debe afrontar hasta que logre asegurar la mesada pensional, es un personaje apagado que quedará como tormento o como fracaso en el recuerdo de sus estudiantes. ¡Triste suerte! Es el maestro que vive de permiso en permiso o el que cada cierto tiempo busca incapacidades médicas de tres días. Afortunadamente no es la generalidad.

Como bien lo plantea Zubiría, el asunto medular está, no en la cantidad de horas, sino en la calidad del tiempo que se comparte con los estudiantes, en el grado de compromiso de los maestros, en la claridad y pertinencia de los Proyectos Educativos Institucionales (PEI), en los programas de las escuelas normales y universitarias que inspiran y generan competencias en los futuros maestros y en el perfeccionamiento de los concursos que permiten el ingreso a la carrera docente.

Dichos concursos deben incluir indicadores sobre el conocimiento didáctico de los contenidos, sobre la convicción y el referente ético que debe guiar a quienes han escogido este delicado oficio de formadores de seres humanos. Igualmente, perfeccionar el monitoreo y retroalimentación que se hace a las instituciones educativas, a sus modelos y enfoques pedagógicos evidenciados en las didácticas y prácticas de aula.

Por último, algo fundamental, que se dignifique la profesión con mejores salarios, reconocimientos y estímulos, acordes al tiempo que los maestros emplean para cualificarse, para planear, para hacer seguimiento a los procesos formativos de sus estudiantes. Solo así, la jornada única armonizará con el sueño de nación que queremos construir.

¿Cuál es la realidad de nuestras escuelas oficiales? No es usual que los maestros realicen planeaciones conjuntas al interior de la escuela, como tampoco tienen tiempo para revisar producciones escritas o evaluaciones, por tanto, terminan llevándose este trabajo para sus casas. Otra falencia se presenta con la distribución de la carga académica, donde muchas veces se asignan áreas a maestros que no corresponden a su titulación. ¿Cómo asumirá un maestro una cátedra a la cual siente que ha llegado como remiendo?

Otra realidad de nuestra educación guarda relación con lo que plantea Zubiría. En las instituciones “trabajan anualmente con trece o quince asignaturas que siguen abordando currículos totalmente impertinentes, centrados en informaciones fragmentadas y descontextualizadas”. La implementación de proyectos de aula, secuencias didácticas u otra forma integradora de saberes no son la generalidad. De esta manera, queda en letra muerta la apuesta por la transdisciplinariedad. No hay diálogo entre las áreas y esto hace pensar en planes de estudio alejados de la realidad y de las problemáticas de los territorios. (Morin, citado por el MEN, 1998).

Por otro lado, las denominadas “semanas de desarrollo institucional” no están cumpliendo la función para las que fueron pensadas: espacios para la reflexión de los maestros respecto a sus prácticas de aula, espacios de capacitación y cualificación, espacios para hacer planes de mejoramiento, espacios para la formalización o seguimiento de proyectos de aula. Sobran las excusas pero es hora de darnos la pela. En todas las instituciones aparece en los PEI un principio misional que promete la formación integral de los educandos, pero también se queda en el papel. La intensidad horaria sigue dándole prioridad a las denominadas áreas básicas y las artes, la música, la danza, el teatro y el deporte, siguen teniendo un lugar secundario y reducido –en algunos casos, nulo-.

Jornada única sí, pero que también contemple horas para reunirse -por nivel y por áreas-   a planear proyectos, a fortalecer las cuatro áreas de gestión institucional: directiva, administrativa, académica y comunidad.

Es necesario oxigenar el imaginario de nuestras escuelas. ¿Cómo son percibidas por nuestros estudiantes? ¿A qué se deben los ambientes de intolerancia y agresión que se han tomado algunas comunidades educativas? ¿Cuáles son las causas de la deserción escolar? ¿Cómo se vivencian las relaciones de convivencia? ¿Siguen los maestros posicionando su quehacer educativo desde su lugar de autoridad? Estos interrogantes sitúan el asunto de la educación en la calidad y no en la cantidad.

De nada sirven los discursos que ponen en alto la formación en competencias ciudadanas si los estudiantes no las asumen como compromisos en la vida cotidiana, de nada sirve sirven las prédicas sobre una ética de corresponsabilidad si hay ausencia de proyectos transversales que se traduzcan en cambios de actitud frente al consumismo, en hábitos de vida saludable y prácticas para dejar de impactar la salud del planeta. De nada sirve la frase efectista sobre el ofrecimiento de formación holística, si el sistema educativo sigue adoleciendo de espacios para la lúdica, el deporte, las artes y oficios que podrían servir para descubrir y potenciar las habilidades de nuestros estudiantes.

¿De qué manera incorporamos los recursos virtuales en nuestras planeaciones? ¿Cómo actuamos frente a la hiperconectividad que termina malogrando los espacios llamados a construir sociabilidad y terminan convertidos en otro foco de exclusión y matoneo? 

Jornada única sí, para poner sobre el tapete todos estos interrogantes. Morin sacude los paradigmas educativos con sus postulados sobre el pensamiento complejo, la urgencia de formar ciudadanos planetarios y el forjamiento del ser, de lo humano, por el estremecimiento de los afectos: “Un racionalismo que ignora los seres, la subjetividad, la afectividad, la vida… es irracional”.

En este entramado, los directivos docentes juegan un papel primordial. En sus manos está generar espacios educativos que le apuesten a un mejoramiento de la calidad educativa. De su espíritu  emprendedor y creativo depende el impulso y movilización de su equipo de maestros para que lidere proyectos que entusiasmen a los estudiantes e impacten su entorno y sus vidas; apuestas, por ejemplo, por hábitos de vida saludable, investigaciones sobre cómo contribuir a minimizar el deterioro medio ambiental, proyectos pedagógicos productivos –en el caso de las zonas rurales- que resuelvan asuntos de la calidad de vida de sus pobladores, que apunten a mejorar las relaciones de convivencia y hacer de sus escuelas espacios críticos y gratificantes en los que se reflexiona y se resuelve la vida.

El reto de elevar la calidad educativa es aún mayor en las zonas rurales. Han sido muchos años en que la débil presencia del Estado y el conflicto armado permitieron acrecentar la deuda social y la brecha con respecto a la oferta y la calidad educativa de los centros urbanos. A esto abónesele el buen porcentaje de niños, entre 12 y 15 años, que no asisten a la educación secundaria, la deserción de jóvenes que migran a las ciudades para buscar opciones que no encuentran en el campo. La CEPAL advierte que “concluir la enseñanza secundaria es el umbral educativo mínimo para reducir la posibilidad de vivir un futuro en situación de pobreza”.

Definitivamente sí a la jornada única, pero no solo por los cambios cuantitativos sino también cualitativos: con tiempos para planear, pensar y soñar la escuela, con menos asignaturas, más interdisciplinariedad y con proyectos enraizados en la realidad de las comunidades. Que la escuela, en verdad, se convierta en un proyecto de transformación cultural.

Bibliografía


Photo by Ben White on Unsplash

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Gran Rector Premio Compartir 2016. Rector de la Institución Educativa Francisco de Paula Santander en La Cumbre, Valle del Cauca.
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Luis Fernando Burgos
Gran Maestro Premio Compartir 2001
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