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La escuela y sus desafíos
El principal desafío de la escuela de hoy es con la calidad, la pertinencia, la articulación de los aprendizajes, la motivación de los estudiantes y su permanencia; por ello su misión va más allá del trabajo en el aula.
“El país entero es la escuela, el mundo entero es la escuela…
La educación no debe consistir tanto en llenarnos de certezas
como en orientar y alimentar nuestras búsquedas.”
William Ospina
Hace bastantes años tomé la decisión de trasladarme a un colegio de la zona rural. La distancia con el mundo citadino me permitió entender las circunstancias que complejizan las situaciones de violencia que enlutan continuamente al país y que señalan un horizonte de difícil resolución.
Mi estancia en la Cumbre - Valle del Cauca me convencieron de que mi oficio de maestro valía la pena, que no iba a cambiar el mundo como lo soñé en mis años de juventud, pero podía aportar a la comunidad de la que hacía parte. Comprendí que mi apuesta por una nueva Colombia estaba en la educación, en las aulas de clase, en mi convicción de que la escuela es un proyecto de transformación cultural.
Vivir en el campo me hizo sentir, en carne propia, la enorme brecha social entre las grandes ciudades y la ruralidad. Me permitió entender la importancia del proceso de paz en que se empeñó el anterior gobierno con la guerrilla de las FARC. Esa deuda social traducida en abandono, atraso, desplazamientos forzados, masacres y orfandad por parte del Estado, apareció expresada en el punto uno del acuerdo de paz, al igual que la exigencia de que las políticas públicas orientaran su mirada a la educación rural como una de las maneras de empezar a romper la inequidad, en cuanto oportunidades y calidad de vida.
La escuela como proyecto de transformación cultural se vislumbra como la punta de lanza del desarrollo rural en Colombia. Lo paradójico es que, a pesar de ser la capacidad instalada con la que cuenta el Estado para resarcir el tejido social tan golpeado y deteriorado en tantos años de violencia, en muchas ocasiones esas viejas escuelas son sacudidas en sus cimientos en medio de las confrontaciones y son refugio de actores armados.
“El mejoramiento de la calidad educativa está ligado a la dignificación de las comunidades donde esta está inserta, por tanto, los saberes de la escuela deben ponerse al servicio de la transformación cultural”.
Ciertamente, debemos construir entre todos y, en especial por los maestros artesanos de las palabras y cultores de la memoria, nuevos imaginarios. Por ello, cuando hablo de la capacidad instalada me refiero no solamente a las moles de cemento que representan el espacio físico, hago alusión a los maestros que se la juegan por su vocación y a las comunidades que intentan blindar a las escuelas de los impactos del conflicto armado. Como lo planteara hace tantos años Estanislao Zuleta, la escuela no puede ir por un camino distinto de las necesidades y problemáticas de las comunidades, la educación debe pensarse en contextos reales.
Justamente, esas premisas son las que subyacen en los Proyectos Pedagógicos Productivos donde los saberes, las disciplinas, el currículo se alinea con los proyectos de desarrollo económico de las comunidades. No es suficiente que la escuela desarrolle habilidades y destrezas en sus aprendientes, es necesario que lea el entorno, lo interprete y aporte desde sus saberes científicos a la solución de problemas. La clave está en recuperar y ponderar los saberes que circulan en las comunidades y tomar en cuenta sus líneas de desarrollo económico.
La sostenibilidad del planeta está, principalmente, en manos de las comunidades que habitan el campo. Los objetivos de desarrollo sostenible le apuntan al cuidado de los bosques y de los acuíferos. En los territorios indígenas se han mantenido una cosmovisión que salvaguarda estos recursos, no podemos decir lo mismo del resto de la ruralidad. La industria, el establecimiento de parcelaciones de vivienda deja como resultado la potrerización galopante en desmedro de antiguos bosques. Este tipo de situaciones, ponen en riesgo la salud de las comunidades; por ello, la base de los proyectos medio ambientales debe ir de la mano de las políticas de las autoridades gubernamentales, con las iniciativas de entes internacionales y con empresas del sector privado.
El mejoramiento de la calidad educativa está ligado a la dignificación de las comunidades donde esta está inserta, por tanto, los saberes de la escuela deben ponerse al servicio de la transformación cultural. La discusión sobre modelos de aprendizaje y estrategias metodológicas son importantes, mas es clave puntualizar cómo las innovaciones tecnológicas, la interconectividad, los avances científicos se ponen al servicio de resolver las problemáticas relacionadas con el uso de la tierra, con el empuje de actividades económicas que garanticen la sustentabilidad del planeta y eleven la calidad de vida de los habitantes del campo.
El problema de la calidad de la educación rural es de largo aliento y de difícil solución. Por un lado, está la precariedad en la infraestructura para dotar adecuadamente de aulas de servicios básicos. Esa inversión debe incluir una oferta educativa que garantice la culminación del bachillerato y la posibilidad de acceder a la educación superior. El maestro que se forma para ejercer en la ruralidad tiene un perfil distinto de quien ejerce su oficio en los centros urbanos, por ello las universidades públicas deben ofrecer un programa universitario que forme maestros para laborar en el campo. El Estado debería jugársela con la Universidad de Ladera, centros de estudios superiores ubicados en puntos claves de la ruralidad, en los que se ofrezcan carreras relacionadas con los polos de desarrollo de las regiones que hagan parte de la cobertura que se piensa impactar. Una iniciativa de esta naturaleza derrumbaría el sesgo discriminatorio que ha pesado sobre la oferta educativa para el campo.
Por otro lado, el asunto más delicado, a mi modo de ver, es que se reconoce de vieja data el hecho de que los maestros rurales duran poco en sus cargos y que, en muchas ocasiones, su preparación no se equipara con la de quienes ejercen la docencia en los centros urbanos. Ambos aspectos terminan afectando seriamente la calidad educativa. Se trata de una población de maestros “en tránsito”, que desde luego tendrán poco interés en comprometerse con las comunidades; de esa manera, no estarán llamados a perpetuar en sus estudiantes lo mejor de lo humano como lo declaran Savater y Adela Cortina.
Y es que ser maestro, como lo plantea Delors, es algo del alma, es ser partícipe en la labor más delicada: la formación de seres humanos. Ustedes y yo, que hemos escogido esta hermosa profesión, tenemos claro que no podemos condenar a nuestros estudiantes a permanecer en la famosa caverna de Platón cuando el mundo de afuera espera por ellos. El estudiante es el centro de la educación, pero sin un maestro que contagie curiosidad por el conocimiento, amor por el mundo de la cultura, pasión por su disciplina y, especialmente, que demuestre preocupación y afecto por quienes están bajo su responsabilidad, sin un maestro comprometido con su quehacer la acción educativa queda incompleta, incluso termina generando sentimientos de rechazo y frustración en algunos estudiantes.
Este asunto de la vocación docente es algo que también afecta la calidad de la educación. En pleno siglo XXI escucho de maestros que siguen pegados al tablero, que hacen transcribir páginas (del mismo Internet) a los cuadernos, que conservan la formación alineada de los pupitres, que alargan la hora de entrada, de los descansos; maestros que se ausentan fácilmente. ¿Le importan a estos maestros lo que Levinas denomina “el rostro del otro”?, permítame decirlo con tristeza: no lo creo. Tampoco les importa a quienes han convertido la educación en otro foco de corrupción. El año pasado se tasaba en 84.000 millones las irregularidades en el PAE y las denuncias por obras inconclusas de colegios están al orden del día. ¿Cómo permitimos que se juegue con la educación de nuestros niños? Le faltan dolientes a lo público, por ello en días pasados propuse que debería ser de obligatorio cumplimiento que quienes laboran en el sector oficial tuvieran matriculados a sus hijos en las instituciones educativas del estado.
El principal desafío de la escuela de hoy es con la calidad, la pertinencia, la articulación de los aprendizajes, la motivación de los estudiantes y su permanencia; por ello su misión va más allá del trabajo en el aula. Jorge Larrosa hace una hermosa alegoría del papel del maestro: “El maestro tira y eleva, hace que cada uno se vuelva hacia sí mismo y vaya más allá de sí mismo, que cada uno llegue a ser lo que es.” El asunto requiere la unión de voluntades. El Estado por su parte debe dignificar la profesión docente con salarios que correspondan a la altura de su misión formadora, deben darse mayores estímulos en educación o en planes de vivienda subsidiados.
Ser maestro, le escuché decir a alguien, debería ser la profesión mejor paga porque quienes acceden a cualquier profesión deben pasar por la escuela y es aquí donde el individuo proyecta y define su futuro. Pero no ser bien pago no justifica que brindemos una educación mediocre porque estamos condenando a esos niños y jóvenes a no participar en igualdad de condiciones con quienes salen bien preparados –generalmente en la educación privada- para acceder a las universidades y, por ende, al mundo laboral.
Nuestra profesión es la más interesante de todas: el maestro se interroga todos los días por su hacer, se reinventa en la interacción con sus estudiantes, rompe la monotonía con preguntas que estimulan el espíritu crítico y demuestra la utilidad de los saberes al volcarlos en el resolver problemas del entorno. Los maestros somos parte vital de este proceso de paz en que está empeñado el futuro de Colombia. Debemos constituirnos en la reserva moral con lo mejor de nuestra gente y de nuestros ancestros, no podemos caer en el facilismo de la indiferencia, no podemos perder de vista el rostro de los otros.
El mundo actual está lleno de retos para los estudiantes y para los maestros. La alborada del siglo XXI nos ha sacudido con el resurgir de credos religiosos que estigmatizan y persiguen a quienes no comparten sus creencias, las actitudes xenófobas y discriminatorias son ventiladas irresponsablemente por líderes mundiales y triunfan en comicios democráticos resultados extraños como el Brexit en Inglaterra y el NO en el plebiscito celebrado en Colombia a la pregunta: ¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera? Ambos eventos en 2016. Tales hechos cuestionan el lugar de la escuela: ¿Si cultivamos el espíritu crítico?, ¿Las autopistas de la información facilitan a los estudiantes aprender a argumentar?, ¿por qué el impacto mediático termina homogenizando las opiniones y termina inclinando la balanza hacia decisiones y personajes nefastos para la paz mundial? ¿Estamos los maestros declinando en nuestra labor?, ¿Estamos alimentando el facilismo de la indiferencia mientras otros asaltan el botín de lo público?
Como dije al inicio, hace muchos años entendí que no podría torcerle el cuello al dinosaurio, pero comprendí que nada ganaba con quejarme del gobierno, que debía inspirar a mis equipos de trabajo para que las comunidades se empoderaran. Me encanta la imagen que retoman Melich y Bárcena cuando postulan la educación como un acontecimiento ético: los maestros son símbolo de hospitalidad y acogida para quienes inician el camino de la vida y en esa misión paterna deben hacer entrega juiciosa de la casa común, que es la tierra, de su experiencia en esto de saber habitarla y cuidarla, del acervo cultural universal y de una visión de mundo que los convierta en seres pensantes, críticos y propositivos.
Los maestros tenemos en nuestras manos la decisión: nos montamos en el tren de las grandes transformaciones o nos quedamos como simples espectadores de los males que aquejan al mundo, tomamos la responsabilidad de quienes han sido entregados a nuestro cuidado o entramos en la dinámica de esta sociedad enferma que nos dice: “coma callado”, “deje así y siga de largo”, “el mundo es de los vivos”, “siempre ha sido así… por qué cambiar? Cerramos los oídos o nos apartamos del rebaño y cuestionamos un “orden de cosas” que consiente la mentira, la trampa y el engaño como caminos válidos para lograr el éxito.
Participar del acto educativo es restaurar el sentido de lo humano, es llevar a la practica el postulado de las grandes religiones monoteístas que nos hace hermanos por ser hijos de un mismo padre hacedor, es aceptar la cosmovisión de las comunidades indígenas que nos percibe como hijos de la tierra y nos hace depender del hilo prodigioso que mantiene sus ciclos de vida y es la posibilidad de trascender por la huella que dejamos en quienes han estado bajo nuestro cuidado.
FRASES CLAVES…
El principal desafío de la escuela de hoy es con la calidad, la pertinencia, la articulación de los aprendizajes, la motivación de los estudiantes y su permanencia; por ello su misión va más allá del trabajo en el aula.
El mejoramiento de la calidad educativa está ligado a la dignificación de las comunidades donde esta está inserta, por tanto, sus saberes deben ponerse al servicio de la transformación cultural.
No es suficiente que la escuela desarrolle habilidades y destrezas en sus aprendientes, es necesario que lea el entorno, lo interprete y aporte desde sus saberes científicos a la solución de problemas.
La escuela como proyecto de transformación cultural se vislumbra como la punta de lanza del desarrollo rural en Colombia. Además, es la única expresión del Estado en la marginalidad en que se encuentra la ruralidad.
Le faltan dolientes a lo público, por ello en días pasados propuse que debería ser de obligatorio cumplimiento que quienes laboran en el sector oficial tuvieran matriculados a sus hijos en las instituciones educativas del estado.
*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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