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La melancolía del fuego y las ruinas: el incendio de Notre Dame visto desde el romanticismo

Desmoronado el monumento de la tradición, resulta absurdo que intentemos contribuir a su construcción con piedras nuevas.

Julio 23, 2019

Notre Dame y el romanticismo tienen una larga historia simbiótica. Fue Victor Hugo quien rescató a la catedral de la feroz crítica neoclásica. Esta había rechazado al gótico como un estilo contrahecho e impropio de seres civilizados, dada su incompatibilidad con los cánones estéticos de Grecia y Roma (Pernoud, 2010, p. 23). No solo eso: la catedral era un símbolo de la Edad Media, de lo irracional, de la fe, en fin, de todo lo que la Ilustración consideraba contrario a su ideal. Los románticos vieron, en cambio, que la melancólica, irregular y extraña belleza de Notre Dame tiene un encanto sin parangón. Al mismo tiempo, la catedral sirvió de inspiración para los románticos. Desde el XIX hasta nuestros días, Notre Dame ha servido de escenario para incontables historias románticas.

La anterior no era una mera disputa entre intelectuales y estetas. Para el año de 1829, la catedral estaba en un estado ruinoso. No solo había carecido de las reparaciones que necesitaba para mantenerse con salud, sino que durante la Revolución había sido usada como una fábrica de pólvora. El mismo Víctor Hugo señalaba que mientras edificios neoclásicos se construían para que los franceses pretendieran ser romanos y griegos, las originales y magníficas catedrales góticas se estaban cayendo a pedazos (1864, p. 279). A veces, incluso,  eran demolidas para dar paso a edificios más modernos. Los parisinos querían copias del Partenón al tiempo que se olvidaban de su propia herencia arquitectónica. Quizá la catedral era como el jorobado: nadie era capaz de apreciar su propia belleza.  Sin embargo, Hugo logró que el público se volviese a interesar en ella. Justo por eso se llevó a cabo la famosísima restauración de Viollet-le-Duc.

El final, como en la novela de Victor Hugo, no es feliz. Pese al rescate romántico del gótico, las catedrales de este estilo se convirtieron en lo que Heidegger llamaba ser-a-la-mano. Esto quiere decir que no tenemos una experiencia verdaderamente consciente de las catedrales como objetos independientes, sino que simplemente son parte de nuestra mundanidad. Para decirlo en términos coloquiales, se vuelven parte del paisaje arquitectónico. Nunca nos paramos a pensar acerca de ellas. Sus visitantes entran como parte de esos peregrinajes secularizados que hoy llamamos rutas turísticas. La catedral es allí un simple objeto útil que está a la mano, es decir, que damos por hecho. Lo importante es tomarse la selfie, nada más. Esto cambió con el fuego del quince de abril. Allí aconteció algo que nos permite una revalorización romántica de la catedral. El incendio, pese a su tragedia, quizá pueda tener un carácter estéticamente productivo.
Notre Dame incendiándose el quince de abril

Para entender esto hay que volver al romanticismo. Los románticos realizan una nueva apreciación del valor de las ruinas (Eco, 2010, p. 285). Shelley, Wordsworth y Coleridge, por ejemplo, redactaron poemas que resaltaban la belleza de los edificios abandonados por el tiempo. La famosísima pintura de Caspar David Friedrich, “Abadía en el bosque de encinas”, resulta particularmente ilustrativa de este descubrimiento romántico. Allí podemos ver el único resto sobreviviente de una antigua abadía: un ventanal en medio de un paisaje melancólico. Las ruinas románticas nos hacen imaginar los edificios antes se alzaban con todo su esplendor. Justo por eso nos producen una gran melancolía. Pero no es que el romántico quiera reconstruir la ruina: es lo contrario. La melancolía de lo incompleto, de lo informe, de lo irregular, alcanza aquí, en efecto, cotas insuperables: no es solo que, como en el caso de la Notre Dame de Victor Hugo, la catedral sea de un estilo informe e irregular de acuerdo a los cánones neoclásicos; las ruinas son aún más informes y más irregulares, más incompletas, y, por tanto, más melancólicas —un romántico podría decir que incluso más bellas. Esto me lleva al incendio del quince de abril.

 

Quien tenga sensibilidad romántica seguramente habrá tenido emociones encontradas. Por un lado, el amor por lo gótico y, por la historia en general, habrá hecho que se lamentase por el fuego. Pero el amor por las ruinas, por lo sublime y por lo informe seguramente habrá producido un enorme —y culpable— placer estético. Las llamas y el humo de algún modo resaltaban más la belleza gótica del edificio. Cuando el fuego consumió la aguja de Viollet-le-Duc nos horrorizamos quienes tenemos sensibilidad histórica, pero al mismo tiempo sentimos el mismo placer estético y la misma melancolía que nos producen las románticas pinturas de ruinas abandonadas o de Roma incendiada por los bárbaros. La luz que entra por el techo derruido hace que el gótico se vea más informe y más incompleto, pero de algún modo más hermoso. El incendio ha despertado una melancolía que supera a la que pudimos sentir cuando vimos al edificio completo. En verdad, Notre Dame podía hacernos lamentar el fin de la heroica época de las catedrales góticas, podía, en fin, hacernos soñar con épocas pasadas. Las ruinas que quedaron después del incendio, sin embargo, no han hecho sino aumentar esa melancolía. Hoy más que nunca soñamos con góticos edificios.

Evidentemente, sin embargo, la catedral no puede dejarse en ruinas. Aquí surge un debate sobre cómo reconstruirla. Hay quienes dicen que las catedrales nunca terminan de construirse y, por tanto, cada época añade sus propios elementos. El fuego sería una oportunidad para que nuestra época aporte su estilo a Notre Dame. Por otro lado están quienes están del lado del purismo histórico: la catedral debe ser reconstruida tal y como estaba antes del fuego. Creo que en ambas posiciones hay algo de romanticismo. Las dos quieren recuperar el pasado para el presente, justo porque creen que hay algo intrínsecamente valioso en el pretérito. Esa es una posición quintaesencialmente romántica. Pero tal vez la primera tenga, en medio de su conciencia histórica, una laguna asimismo histórica. La arquitectura moderna ha roto los vínculos con la tradición en tanto tradición. Es decir, ya no se desarrolla como un arte que construye sobre el pasado, sino que únicamente quiere construir sobre lo inmediato. La originalidad y no la continuidad es el valor supremo de la arquitectura moderna. La continuidad se desdeña como pastiche. Por lo tanto, nosotros no podemos aportar a Notre Dame como aportaron los arquitectos de otras épocas. Desmoronado el monumento de la tradición, resulta absurdo que intentemos contribuir a su construcción con piedras nuevas.

¿Qué hacer?

Por lo pronto, las ruinas de Notre Dame —o al menos sus fotografías— son una invitación para soñar románticamente.

Referencias bibliográficas:

  • Eco, H. (2010). Historia de la belleza. Barcelona: Debolsillo.
  • Hugo V. (1864). Oeuvres Complètes de Victor Hugo. Paris: Alexandre Houssiaux.
  • Pernoud, R. (2010). Para acabar la Edad Media. Barcelona: Medievalia.
  • Wheeler, M. (2018). Martin Heidegger. The Stanford Encyclopedia of Philosophy.

Photo by Valeria Boltneva from Pexels

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Candidato a doctor en filosofía. Docente de la Facultad de Educación en la Universidad la Gran Colombia.
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María Del Rosario Cubides Reyes
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