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La urgencia de una educación del campo colombiano

Urge una escuela contextualizada, la campesina como movimiento nacional de educación del campo con fundamentos disímiles a los de la educación que se ha denominado rural.

Septiembre 18, 2019

La presencia de instituciones educativas en la ruralidad dispersa del campo colombiano se dio a principios del siglo xx, como respuesta a una necesidad de cualificación de la mano de obra para los procesos de industrialización del trabajo agropecuario; desde entonces, se conoce como educación rural. Una educación que desde sus orígenes ha estado ligada a una concepción del campo como centro de producción alimentaria, y a sus habitantes como trabajadores sin tierra y sin letra.

El significado más frecuente de lo rural da cuenta de un espacio geográfico y de producción primaria, por lo que es común que su descripción se asimile con pobreza, ignorancia y atraso. La relación agroindustrial y el origen socioeconómico del campesino han ubicado lo rural como un entorno de inferioridad económica y cultural en el marco de una organización social hegemónica. Desde esta perspectiva, ¿qué se entendería como educación rural?

En Colombia, la respuesta a esta pregunta se ha sustentado en el planteamiento económico, reconociendo el habitante rural como la base del sistema de producción, lo que hace que la educación rural sea entendida como educación para el trabajo en el campo; así, la formulación de proyectos educativos se ampara en dos premisas: a) la superación de la brecha urbano-rural, que sugiere que lo rural culturalmente inferior debe superar su condición por medio de una educación urbana, y b) el vínculo con procesos agropecuarios en respuesta a las necesidades de formación para agilizar la producción en el marco de los agronegocios.

En este sentido, la denominada educación rural es una apuesta que responde a las necesidades que el mundo urbano tiene en relación con la educación del mundo rural, y a las demandas internacionales que homogenizan y desconocen las particularidades del campo más allá de la producción agrícola.

En respuesta a ello, escuelas latinoamericanas, como el Movimiento Sin Tierra (Mst) en Brasil, han postulado discusiones en términos de lo que significa, es y debe ser la educación para comunidades que habitan el campo. El Mst se cuestionó sobre cuáles son las escuelas que quieren los pueblos que habitan el campo y qué escuelas se tienen; de esta manera, se establecen discrepancias entre unas y otras, pues los principios educativos para quien vive en el campo difieren sustancialmente de los que impone quien vive del campo desde las ciudades.

La tesis más importante de Mst es la crítica radical al concepto de educación rural y, en consecuencia, la apuesta de educación del campo. Por consiguiente, nuestro campo tiene escuelas rurales, pero quiere y requiere escuelas del campo.

Tomar distancia del concepto de educación rural es una decisión política y de emancipación que invita a superar un modelo de educación para lo rural a una propuesta educativa construida desde las poblaciones campesinas; implica una transformación seria el hecho de pasar de hablar de una educación para lo rural a una educación del campo.

El principal elemento diferencial es que esta última es construida con las comunidades y no para las comunidades, principio que dignifica y valora la identidad desde su reconocimiento como pueblos de conocimiento, de relación con la naturaleza y el ecosistema, de relaciones sociales y comunitarias que les han permitido construirse territorialmente, superando la mirada reduccionista que limita la definición de su identidad solamente a los oficios agropecuarios y de despensa de lo urbano, postura que le despoja de una multiplicidad de saberes y legados de su memoria histórica y cultural.

No se trata solo de cambiar un nombre, sino de invitar a producir una ruptura con la nomenclatura que encasilla y condena a una ruralización pedagógica, que responde a intereses agroeconómicos foráneos.

Urge entonces en Colombia una escuela contextualizada, la campesina como movimiento nacional de educación del campo con fundamentos disímiles a los de la educación que se ha denominado rural, y en cambio, vinculados con las asociaciones, sindicatos agrarios, organizaciones campesinas y demás movimientos sociales que luchan por un buen vivir en sus territorios, para permanecer y construirse identitariamente.
Ahora bien, están sonando otras voces. No podemos seguir llamando de la misma manera territorios con múltiples identidades y formas de ver y habitar el mundo.

El término rural esconde geografías diversas; entonces, requerimos otros mapas que alimenten la discusión, visibilicen las particularidades y den lugar a otras lecturas del campo. Nos encontramos en la minga, el convite, la junta y demás expresiones que dan cuenta del trabajo mancomunado, que nos vuelve educadores orgánicos, desde el reconocimiento de múltiples epistemes.
Este número es un esfuerzo por construir un lugar de encuentro, donde cada actor pone sobre la mesa su ser y quehacer en el escenario del campo. Aquí, maestros, académicos, fundaciones y grupos sociales hemos hecho un ejercicio por mostrarnos y encontrarnos con esos otros que construyen país desde lo educativo.

Llama la atención que en todos los artículos aquí presentados seguimos hablando de educación rural, empero las reflexiones hablan de un maestro en resistencia, que cuestiona un statu quo, ya sea desde las políticas educativas, la formación de maestros, el desarraigo, las identidades juveniles, o desde otros asuntos que dejan planteada la urgencia por pensar y nombrar de otra forma lo que hacemos.

Sistematizar nuestras experiencias es una invitación a construir un movimiento que pueda reflexionar, desde nuestras prácticas y elaboraciones, la idea de una educación del campo, que asume el conocimiento como circula, lo que quiere decir que no transita de manera lineal, sino que marcha al ritmo de las preguntas y necesidades educativas de los territorios; una escuela que se pregunta por la tierra, por el agua, por la vida en el campo. Escribir y poner en discusión lo que hacemos permite visibilizar que nuestras acciones pedagógicas y educativas interrogan la mirada homogénea de la educación que caracteriza las actuales políticas educativas mundiales y locales. Del otro lado están los protagonistas, campesinos, indígenas, afrodescendientes, maestros, líderes, mujeres y hombres que transforman lo impuesto y construyen desde la rebeldía esas otras experiencias que se sustentan en las realidades que sus territorios les demandan.

Este ejercicio es apenas una entrada a las educaciones en el campo colombiano, dejan abierta la tarea de pensarnos conjuntamente, de buscar nuevos modos de nombrarnos, de romper con la homogeneización, de reconocer nuestras historias propias, de interrogar sobre cómo los pueblos colonizados de distintas latitudes del mundo han sido incorporados a una sola historia, a un solo mundo.

Lea el contenido original en la revista Nodos y Nudos de la Universidad Pedagógica Nacional.

 


Imagen Yannis A on Unsplash

*Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad estricta del autor.
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Escrito por
Docente investigadora Universidad Pedagógica Nacional
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Rubén Darío Cárdenas
Gran Rector Premio Compartir 2016
Concibo al maestro como la encarnación del modelo de ser humano de una sociedad mejor. Él encarna todos los valores que quisiera ver reflejados en una mejor sociedad.