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Las falacias de la democracia digital

Todos en la cama o todos en el suelo, solo debemos cuidarnos de mantener la corrupción en sus justas proporciones. 

Febrero 8, 2017

Si aceptamos con Hannah Arendt que “el pensamiento político se basa esencialmente en la capacidad de juzgar”, lo cual implica estar atento y abierto al mundo y, por tanto, exige contrastar y verificar la información para que nuestro juicio político no se convierta en un prejuicio, que generalmente apela al “se dice” o “ se opina”, sin ninguna evidencia empírica y por eso cuentan fácilmente con el asentimiento de los demás sin que haya que tomarse mucho esfuerzo para persuadirlos, podemos concluir que hoy en día, en tiempos de la posverdad imperante en los medios de comunicación digitales, la política dejó de ocuparse  del “estar juntos y los unos con los otros de los diversos” (otra vez Arendt), para convertirse en el separar a los diversos y unirnos con los mismos.

En los inicios de internet, los más entusiastas creyeron que con el simple acceso a esta tecnología, no solo se difundiría más la democracia, sino que, en los países en los que se había debilitado, se fortalecería y afianzaría. Pero no fue sino que los gobiernos se volvieran tan hábiles como los activistas en su manejo, para que empezaran no solo a perseguir a los líderes de la protesta y la oposición sino a tergiversar y manipular los diversos movimientos sociales de resistencia y transformación social. No sin razón, una ingente cantidad de investigaciones, académicas o no, han demostrado que los movimientos por internet tienen un impacto perdurable solamente si generan actividad política tradicional, como las consabidas marchas, los mítines o los paros.

También es cierto que internet ha demostrado ser menos efectivo de lo que se pensaba contra los autoritarismos y populismos. Por el contrario, han sido dichos personajes oscuros quienes más han sacado provecho para perpetuarse en el poder indefinidamente o a través de terceros. Y aquí no hay diferencias entre derecha e izquierda, ni entre centros y ultras: todos, sin reatos morales ni lealtades ideológicas, manipulan, tergiversan y acomodan los hechos a sus propios intereses que, en el fondo, son uno solo: tener la mayor tajada del ponqué. Y las mejores estrategias para alcanzarlo son la polarización política, la difamación, la falacia y la perfidia.

Y nada mejor para alcanzar estos deleznables propósitos que twitter, Facebook, WhatsApp y, en general, todas las redes sociales. La idea central es que nadie parezca decente; si se destapa un escándalo de un político, este responde enlodando no solo a los que lo hicieron sino a sus opositores y eventuales rivales: que la mierda no deje ver nada y todos se vean iguales de untados; sin importar si sea verdad o mentira, si tiene firma o es apócrifo, si està basado en pruebas o son simples rumores. Todos en la cama o todos en el suelo, solo debemos cuidarnos de mantener la corrupción en sus justas proporciones.

Pero hay màs. La psicología moral, en particular Jonathan Haidt, ha encontrado que “nuestro razonamiento moral se parece màs al de un político en campaña que al de un científico en busca de la verdad”; de esta forma, siempre estamos màs dispuestos a descalificar o excluir a un detractor con una conjetura, a creer o no en algo según nos convenga o esté de acuerdo con nuestra concepción o nuestros intereses, a aceptar una valoración si los juicios nos favorecen o, si no, cuestionamos su veracidad, su metodología, su pertinencia, su descontextualización, o las intenciones de los que los formularon; lo que sea, con tal  de negar algo que nos afecte públicamente. El mea culpa es para los imbéciles, o para reducir la pena o para pedir perdón, que, en el fondo, es lo mismo.

Desafortunadamente, muchas personas parecen creer que con enviar tuits, poner emoticones para solidarizarse con causas justas, o escribir blogs llenos de indignación, no solo cumplen con sus deberes cívicos, sino que están ejerciendo sus derechos como sujetos políticos. Craso error: si la infamia es lo suficientemente escandalosa, alcanzarán cierto grado viral, y al día siguiente será reemplazada por otra peor; pero si la corrupción està en sus justas proporciones, el “activista político digital” se sentirá frustrado, no tanto porque su denuncia no haya tenido un efecto real, sino por no haber sido retuiteado como hubiera querido.

¿Qué hacer con las falacias de la democracia digital?

Según algunos expertos, tanto politólogos como tecnólogos, debemos hacer como usuarios de las redes sociales, que los medios de comunicación digitales ofrezcan un conjunto màs equilibrado de perspectivas de los problemas; exigirle a los partidos y sus dirigentes rendir cuentas de sus actos (principalmente del financiamiento de sus campañas, de sus avales políticos, de la declaración de renta, de su plataforma ideológica, de sus programas sociales y su viabilidad), y, sobre todo, que internet funcione de acuerdo a las mismas reglas y valores de la democracia real, esto es, respetando los derechos humanos y no solo el derecho a la privacidad personal. Y dado que ningún gobierno o entidad puede definir las reglas para el ciberespacio, los códigos éticos y de participación política solo pueden surgir de nosotros mismos, de la forma como desaprendamos las malas prácticas, y de cómo nos reeduquemos en un uso más racional y ponderado, y menos reactivo y enfebrecido. 

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Escrito por
Doctor en Educación. Magíster en Sociología de la Educación
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Melva Inés Aristizabal Botero
Gran Maestra Premio Compartir 2003
Abro una ventana a los niños con discapacidad para que puedan iluminar su curiosidad y ver con sus propios ojos la luz de la educación que hasta ahora solo veían por reflejos.