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Cambiar la mirada
De su maestro Vladimir Adamek aprendió que si quería ser director debía ser capaz de penetrar en el alma del ser humano.
Recuerdo muy especialmente a Vladimir Adamek, mi profesor de dirección en la Facultad de Teatro de la Academia Superior de Artes de Praga.
Praga, año de 1962, un otoño dorado, mi primer día, dos de la tarde, hora de iniciar la clase. El profesor Adamek nos recibió y en lugar de invitarnos a seguir nos dijo “Vengan conmigo”. Nos condujo hasta el puente de Carlos, sobre el río Moldavia, dónde divisé uno de los paisajes urbanos más alucinantes que haya visto en mi vida, que llevo por siempre grabado en mi memoria. Desde allí se observan el castillo de Hradchany, lugar de inspiración de El castillo, de Kafka; las aguas del río que motivaron a Smetana para su sinfonía Mi patria, y en fin, la orgía arquitectónica de esta urbe que lleva por nombre Praha Matka Mest, “Praga, la madre de las ciudades”.
El profesor nos indicó: “Van a mirar hasta las seis de la tarde y nos vemos el próximo viernes”. El viernes nos repitió la dosis, e hicimos lo mismo durante las otras cuatro horas. Me sentía desconcertado y con más frío que la primera vez.
Cuando al fin entramos al aula, cada uno de los ocho alumnos que componíamos el curso dio su versión. Al llegar mi turno, dije: “Me llamó la atención un hombre sobre el puente, de sombrero y abrigo; iba llorando mientras empujaba un coche de bebé”. Inmediatamente el profesor me disparó preguntas que yo contesté con mucho detalle, en medio de mi enorme dificultad idiomática, sobre las características del hombre, cómo iba vestido, su estatura, su fisonomía, el color del abrigo, la forma del sombrero, la descripción del coche, y mientras respondía, me acosaba con preguntas.
Entonces llegó el momento que recordaré por siempre. En un tono muy amable, me dijo: “Mire, Triana, usted podría ser un magnífico detective o quizás un periodista, pero no creo que pueda ser director”. ¡Quedé aterrado! En un segundo se estaba disipando mi sueño de ser director. Le pedí una explicación. Él, con el mismo tono de voz, me contestó: “Usted me cuenta que vio a un hombre que atravesaba el puente con coche de bebé, y que lloraba. ¿Y me habla del abrigo y el sombrero? ¿No se preguntó quién era ese hombre y por qué lloraba? Así puede comenzar una buena historia. Cambie la mirada, Triana. Si quiere ser director, tiene que observar pero también tiene que ser capaz de penetrar en el alma de ese ser humano. No es suficiente saber cómo iba vestido para poder escenificar la comedia humana”.
Hoy todavía intento mirar para ver.
Jorge Alí Triana
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