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Siembra vientos y cosecharás tempestades

Julián De Zubiría Samper, conocedor del sector educativo colombiano, aborda el tema de la violencia en los colegios de Bogotá. Conozca su punto de vista y su reflexión.

 
Noviembre 26, 2018

En las últimas semanas han aparecido diversos hechos de violencia en los colegios bogotanos, lo que ha generado una notoria situación de tensión y alarma en la ciudadanía. Un padre se queja en una columna en El Espectador de la enorme pasividad de las directivas de un colegio para tomar medidas ante graves golpes recibidos por su hijo en una aparente rivalidad de celos entre jóvenes de 14 años de dos instituciones educativas de estrato 6 en Bogotá. Una joven es investigada por el asesinato de una compañera de 16 años, la cual, al parecer, la agredía con arma blanca, también, presumiblemente, por celos. Y un tiempo atrás, se han revelado amenazas contra rectores, enfrentamiento entre pandillas en los alrededores de diversos colegios de Bogotá y aumento en procesos de cyberbullying o mensajes amenazantes en celulares y redes sociales. 

Hace dos años fueron divulgados los resultados de un completo estudio sobre la violencia en los colegios públicos de Bogotá y, recientemente, hemos concluido un nuevo estudio de caracterización de los niveles de violencia entre compañeros de colegios privados de la ciudad. 

La investigación del DANE y la Universidad de los Andes logró encuestar a más de 82.000 estudiantes de los colegios públicos de Bogotá. Fue un estudio contratado por la Secretaría de Gobierno de Bogotá y realizado entre marzo y abril de 2006, pero cuyos resultados sólo fueron divulgados dos años después. Éste es el más completo estudio que sobre el tema de la violencia escolar se haya realizado en el país, y los resultados son en extremo preocupantes. Uno de cada dos de los estudiantes ha sido robado en su colegio (56%) y uno de cada tres ha sido objeto de golpes y maltrato físico por parte de sus compañeros (32%). De estos últimos, 4.330 dijeron haber requerido atención médica después de la agresión, y 2.580 aseguraron que quien los amenazó portaba un arma. Respecto a las víctimas, uno de cada tres aceptó haber ofendido y golpeado a otro compañero (32%). 

Nuestros estudios han abarcado poblaciones más pequeñas (1.200 jóvenes de colegios privados), pero nos permiten concluir que el bullying está presente en magnitudes muy similares en los colegios privados y públicos de Bogotá, y que las principales diferencias en los dos tipos de instituciones son de tipo cualitativo. Es así como, en los colegios privados, el fenómeno asume, esencialmente, la forma de discriminación y rechazo social, en tanto se recurre en mayor medida a la agresión física en los colegios públicos (De Zubiría, Castilla y Peralta, 2009). En promedio, uno de cada cinco hombres y una de cada seis mujeres han sido agredidos por sus compañeros de curso en los colegios privados. Así mismo, el 10% de los estudiantes son maltratados por medios virtuales y resulta bastante crítico el nivel de bullying que se presenta en los colegios de mayor estrato social frente a los pocos jóvenes de estratos medios que logran ingresar a éstos, aspectos que vuelven a poner sobre el tapete los altos niveles de desigualdad y discriminación de la sociedad colombiana.

Para el grado 11º, tanto en los colegios públicos como en los privados, disminuye el maltrato, pero, aun así, se concentra en un menor número de víctimas y preocupan mucho las actitudes favorables ante la agresión. En el último grado de la educación media, en los colegios privados el 11% se considera “matón y atropellador” frente a compañeros de su curso y el 27% considera que “si no se puede por las buenas, toca resolver los problemas por las malas” (De Zubiría, Pulido y García, 2010). Es decir que las actitudes favorables a la violencia siguen siendo frecuentes entre los estudiantes bogotanos. 

El fenómeno del bullying o matoneo viene en aumento en el mundo, según se desprende de algunas investigaciones, entre ellas las realizadas por Olweus, el investigador pionero de esta temática, quien estima que entre 1983 y el 2001, el fenómeno había crecido un 50% en los colegios de Noruega (Olweus y Solberg, 2003). 

Según el Ministerio de Educación de Chile, los niveles de agresión física de compañeros en Chile se presentan en cerca del 38% de los estudiantes (Ministerio de Educación de Chile, 2005). Niveles relativamente cercanos han sido estimados en investigaciones similares para Inglaterra (26% en adolescentes, Ortega, 2000) y algo más bajos han sido encontrados en estudios adelantados en España (18% para 1997, Ortega, 2000). Pese a ello, el 24% de los estudiantes españoles sienten temor de asistir a sus clases (Informe del defensor del Pueblo 1999-2006). Y los fenómenos de maltrato y atropello entre estudiantes han llegado a extremos críticos en países como Estados Unidos, país en el que uno de cuatro estudiantes afirma haber sido víctima del bullying. Es tan grave esta problemática en EEUU que ha sido llevada al cine en películas como Bowlling for Colombine (Michael Moore, 2002). 

No resulta casual que Chile y España sean dos de los países que en mayor medida han expresado alta preocupación ante los niveles de agresión y maltrato entre estudiantes. Tanto en Chile como en España, durante y después de las dictaduras de Franco y Pinochet, existieron diversas formas de violencia entre estudiantes, permitidas y avaladas culturalmente en el contexto de dos dictaduras. Una de las más comunes de ellas permanece hasta nuestros días y se relaciona con el ingreso de los estudiantes a las universidades. El recibimiento del “primíparo”, denominado el “mechoneo”, se realiza mediante un bautizo, en el cual se le corta el cabello, se le pinta y daña la ropa y se le envía a pedir limosna a la calle durante su primera semana de estudio en la universidad. La entrega del dinero recogido es condición para recuperar diariamente sus medias y zapatos. En el 2008, en Santiago de Chile, dos estudiantes terminaron siendo quemados por ácido en estas prácticas de “bautizo” y otros dos jóvenes terminaron en clínicas después de ingerir diversas mezclas etílicas por imposición de sus compañeros mayores, al tiempo que son frecuentes abusos y manoseos de las mujeres menores. Dichas prácticas, evidentemente, violan los mínimos derechos humanos, pero siguen siendo bastante toleradas por la sociedad hasta el día de hoy. Y resulta relativamente claro de entender que en el contexto de países en los que se violaban sistemáticamente los derechos humanos por parte del Estado, se generalizaran estas prácticas humillantes para recibir a estudiantes, por lo general, menores de edad.

Los resultados de la investigación de la Universidad de los Andes y el DANE, y los estudios referenciados sobre violencia en los colegios privados, evidencian unos preocupantes niveles de violencia y agresión en las escuelas bogotanas, los cuales hay que interpretar a la luz de las condiciones históricas y políticas en las que han vivido dichos jóvenes, y teniendo en cuenta los crecientes cambios en las condiciones de vida familiar y cultural. Para empezar, resaltemos algunos aspectos del contexto sociocultural colombiano del último periodo. 

Hemos vivido durante décadas en el contexto de una sociedad profundamente violenta. Convivimos desde los años sesenta con el secuestro, la guerra, el narcotráfico, la corrupción, la ilegalidad y la violación a los derechos humanos. Ocupamos uno de los primeros lugares de secuestros y uno solo de los grupos armados colombianos –las FARC– es el grupo que más personas ha secuestrado en el mundo. Ocupamos, paralela y tristemente, el sexto lugar en el mundo en violación de los derechos humanos, según Amnistía Internacional; el segundo en el número de homicidios en América; el primero en asesinato de líderes sindicales, según la OIT , y el segundo en número de desplazados (Amnistía, 2006). Con tristeza hay que decir que la convivencia con la guerra nos ha “endurecido afectivamente”, y por ello, estas tragedias parecen simplemente unas estadísticas más.

Convivimos con la producción y el tráfico de droga desde hace varias décadas, y esta actividad fue permitida y avalada por el Estado y la sociedad. Es así como, ante el conocimiento abierto de la sociedad y en particular del mismo gobierno, las mafias de narcotraficantes se adueñaron de los equipos de fútbol, de diversas empresas de servicios, de barrios enteros, y de un estimado de seis millones de hectáreas en el país, para lo cual contaron con el completo apoyo de ejércitos privados; y con su presión obtuvieron los millones de hectáreas que dejaron los cerca de cuatro millones de campesinos que fueron expulsados del campo por uno de los conflictos armados de mayor duración en el mundo entero. Una sociedad que de tiempo atrás ha sido excesivamente permisiva ante las múltiples formas adoptadas por la ilegalidad ha terminado por erosionar, como afirma Garay, el tejido social. Este es el contexto en el que se crían los estudiantes bogotanos. Y ésa es la realidad que llega a los niños y jóvenes casi sin ninguna mediación de las familias y las escuelas, a través de los medios masivos de comunicación. Sin filtro, sin explicación, sin mediación, sin reflexión y sin argumentación, los medios masivos de comunicación acaparan el espacio que en los noticieros les dejan las noticias de deporte y farándula; y que, en su conjunto, dejan los realitys y las telenovelas. Nuestros niños ven en televisión y leen en periódicos noticias de secuestros, asesinatos eufemísticamente llamadas “falsos positivos” y todo tipo de violaciones a los derechos humanos; y todo esto lo observan sin ningún tipo de filtro, de análisis o de mediación. Son informaciones sin análisis y sin mediación, entregadas a millones de niños todos los días en las pantallas de televisión. 

Vivimos en una sociedad que fue profundamente permisiva con las sistemáticas violaciones a los derechos humanos por parte de la guerrilla y el narcotráfico desde los años sesenta; y que en su última década ha sido crecientemente tolerante con las violaciones a los derechos humanos por parte de los grupos paramilitares. Según la prensa, cerca de la mitad de los colombianos consideran a los paramilitares como un “mal menor”, y por ello suponen que su violencia, sus crímenes, sus masacres y sus desapariciones se “justifican”. Según las declaraciones de uno de sus líderes más importantes del paramilitarismo antes de ser extraditado (Salvatore Mancuso), uno de cada tres congresistas estaba vinculado a su movimiento unos años atrás; y las diversas investigaciones llevadas a cabo por la Corte Suprema de Justicia ratifican plenamente dichos estimativos divulgados al calor del proceso de paz con los grupos paramilitares. Mientras tanto, la sociedad observa pasiva y complaciente esta violencia, argumentando que sigue siendo un “mal menor”.

Unos años atrás, Corzo y Mockus (2004) habían encontrado que uno de cada tres jóvenes bogotanos consideraba que podía hacer lo que quisiera si ello lo beneficiaba, incluyendo pasar por encima del otro. Y cuando este estudio se aplicó en Casanare, encontraron que la anomia se presentaba en uno de cada dos jóvenes que estaban estudiando en el grado noveno. La principal razón que argumentaban en su defensa, es que eso era lo que veían en el país.

Hace pocos meses el país presenciaba casos tan dramáticos y tristes como las escenas de un grupo de secuestrados que no levantaban la mirada para observar la cámara, y que se pudrían psicológica y físicamente en la selva, mientras sus secuestradores los utilizaban como mercancía de negociación. Así mismo, los niños han visto el pago de la más grande recompensa por parte del Estado (cinco mil millones de pesos) a un guerrillero que se presentó con la mano de su comandante después de haberlo asesinado. Un Estado pagando a un asesino… Y ni la Iglesia, ni los medios de comunicación, ni las escuelas abrieron el debate que una decisión ética de esta naturaleza ameritaba.

Los delitos de lesa humanidad son delitos cometidos contra la humanidad y por ello ningún ser humano puede ser indiferente a ellos. Un crimen –como afirma Gómez Buendía– nunca puede justificar otro crimen, porque entonces, nunca sería un crimen. No hay asesinatos “buenos” y “malos”. No hay desapariciones, torturas o secuestros que se justifiquen y otros que no, porque la vida es sagrada. Y si bien hay que usar toda la fuerza necesaria para repeler las acciones violentas, su uso tiene unos límites, unas condiciones morales, legales y éticas que no pueden ser sobrepasadas, porque entonces, quien defiende la “democracia”, termina también cometiendo delitos contra la vida humana y contra la humanidad. 

En este contexto nacional de convivencia con la violencia, a la familia le cabe la enorme responsabilidad de haber disminuido los tiempos de comunicación, de validar diversos tipos y actitudes ante la violencia, y de elevar considerablemente los niveles de permisividad en el manejo de la autoridad en el hogar. Pruebas alojadas en la red  para evaluar el estilo de autoridad familiar nos permiten concluir que una de cada tres familias colombianas sigue siendo altamente autoritaria, en especial en hogares de estratos bajos. Por otra parte, seguimientos que hemos realizado permiten estimar que el tiempo de comunicación entre un padre y su hijo adolescente es en promedio de 5 minutos diarios en el país; al tiempo que, según la encuesta nacional de demografía y salud, el 42% de las mujeres informan que han sido maltratadas físicamente por sus parejas y un número idéntico señala que aun en el siglo XXI sus esposos golpean a los hijos (Escobar y Marín, 2006). 

Ante las condiciones de creciente debilitamiento y flexibilización de la estructura familiar, con tendencia a la disminución en el número de hermanos, a la reducción del rol formativo de la familia extensa, con generalizada vinculación al trabajo por parte de las madres, con creciente disminución de apoyo y de comunicación por parte de los progenitores, un porcentaje alto de familias de estratos altos han optado culturalmente por disminuir el seguimiento y acompañamiento a sus hijos y por dejarlos actuar en un contexto agreste y complejo, de una manera en extremo permisiva y condescendiente. Hijos solos, criados en mayor medida por Internet y los medios masivos de comunicación, que por sus propios padres. Ello, que no es para nada benéfico para la formación y la estabilidad socioafectiva de los hijos, les permite a los progenitores disminuir, en parte, la culpabilidad que les genera el relativo abandono al que les conduce una estructura familiar crecientemente debilitada y una sociedad que los ocupa laboralmente, aun en sus tiempos aparentemente “libres”. ¿Qué pasará dentro de unos pocos años, cuando los hijos sean fruto de matrimonios entre dos hijos únicos que no interactúan con su familia extensa y que carecen totalmente de vecinos, tíos y primos?

A la escuela también le cabe su cuota de responsabilidad para explicar la creciente violencia presentada al interior de sus instalaciones, porque sigue obsesionada con privilegiar lo académico, ha sido incapaz de mediar en torno a las violencias que subsisten en el país y no ha intervenido suficientemente cuando aparecen formas de matoneo o agresión entre sus miembros. Los agresores, una y otra vez, insisten en que cuando agreden “nadie les dice nada” y que a sus compañeros la agresión les parece una “interacción normal”. Todavía recuerdo las palabras de un padre de familia y directivo de la Asociación de padres del Merani, quien le decía a su hijo delante del docente, cuando se le informaba de la necesidad de que su hijo recibiera un trabajo especial en solidaridad: “El mundo es de los vivos –le decía– y por ello usted puede agredir si las circunstancias lo obligan, pero si lo hace, tiene que evitar que lo vean en el colegio”. Ese muchacho no aprobó esta nivelación de solidaridad ni las tres siguientes que tomó. Por ello, no debe extrañar que uno de cada cuatro de los jóvenes que se van a graduar este año de los colegios privados respondan que están parcial o totalmente de acuerdo con la afirmación de que para resolver las diferencias con los compañeros “si no se puede a las buenas, tiene que ser a las malas”. 

La escuela tiene que asumir su enorme papel en la formación valorativa y ética de los niños y jóvenes y tiene que mediar para que la violencia no llegue al niño de manera directa, sin filtro, sin reflexión y sin argumento, tal como se la presentan en los medios masivos de comunicación, como una mercancía utilizada para elevar la audiencia. La escuela tiene que incorporar la temática de los múltiples conflictos que subsisten en la sociedad colombiana. Tiene que matizar, problematizar y complejizar las interpretaciones tan maniqueas y elementales que a diario se observan en la vida cotidiana y en los medios masivos de comunicación. Es un deber ético y una obligación moral de nuestro tiempo. En mayor medida, si tenemos en cuenta que su responsabilidad es esencialmente con la formación y el desarrollo, y en mucho menor medida con el aprendizaje y la información. Y en mayor medida en una sociedad que ha retrocedido en los niveles de tolerancia con la diferencia. Se lanzan injurias desde los más altos cargos públicos contra los jueces, contra la prensa y contra la oposición. Vivimos días de enormes niveles de intolerancia, polarización y furia. Basta transitar un día por las calles bogotanas para observar la intolerancia, la ausencia de respeto a las normas sociales, y a las mínimas reglas de convivencia y organización social. Y lo que no es para nada sano para la democracia, tampoco lo será para la formación de las actitudes de solidaridad y convivencia de los niños y jóvenes. Al fin y al cabo, ellos son, en mayor medida, consumidores de violencia y de actitudes de condescendencia y permisividad ante ella por parte de la sociedad, la familia y la escuela que hasta el momento hemos creado.

En consecuencia, los datos sobre la violencia en la escuela pública y privada bogotana, deben servir para que reflexionemos social y familiarmente: ¿hasta qué punto dicha violencia se origina en nosotros mismos como adultos mediadores de su formación?

En este panorama, relativamente desolador, brillan por su papel esencial en la formación de una mayor conciencia, sensibilidad y responsabilidad social de la juventud colombiana, actos como los que congregaron a millones de personas para rechazar la violencia de las FARC y los paramilitares dos años atrás. Fueron marchas que evidencian que pese a la violencia vivida en el país y al endurecimiento del corazón que ello ha generado, los delitos de lesa humanidad obligan a todo ser humano a pronunciarse para que nunca se vuelvan a repetir. En este panorama de intolerancia y furia, son marchas que invitan a la esperanza. Y en la educación, la esperanza nunca puede perderse, porque solo pueden ser docentes aquellos que crean que las condiciones, por negativas que sean, son posibles de modificar.

 


Referencias

  • Alcaldía Mayor de Bogotá. (2006). Convivencia y seguridad en ámbitos escolares de Bogotá D. C. Bogotá: Alcaldía Mayor.

  • Chaux, E. y cols. (2007). Victimización escolar: Prevalencia y factores asociados. Bogotá: Universidad de los Andes. Citado en Convivencia y seguridad en ámbitos escolares de Bogotá D. C. 

  • Defensor del pueblo. Violencia escolar: el maltrato entre iguales en la educación secundaria. 1999-2006. España. http://www.oei.es/noticias/spip.php?article933

  • De Zubiría, Castilla y Peralta. (2009). La violencia en una muestra de colegios privados de Bogotá. Bogotá: Instituto Alberto Merani. Tesis de grado laureada.

  • De Zubiría, Pulido y García. (2010). El bullying en una muestra de colegios privados de Bogotá. Bogotá: Instituto Alberto Merani. Tesis de grado.

  • El Tiempo, 27 de marzo del 2008. Violencia en los colegios. Editorial. Colombia.

  • El Espectador, 29 de marzo del 2008. Frente a la violencia escolar. Editorial. Colombia.

  • Ministerio de Educación Nacional. Colombia, 26 de Octubre de 2007. Preocupa la violencia en los colegios. Portal Internet. www.mineducacion.gov.co/observatorio/1722/article-137064.html

  • Ministerio de Educación de Chile. (2005). Oficina de Atención Ciudadana http://www.600blog.cl/resguardo-de-derechos/maltrato-entre-estudiantes/. 

  • Ortega, R. (2000). Educar la convivencia para prevenir la violencia. Madrid: Ediciones Aprendizaje.

 

Lea el contenido original en la Editorial Magisterio.

 
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