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Educación Intercultural Inclusiva: más allá de la integración
El encuentro entre culturas diversas provoca conflictos inevitables en función de la diversidad de valores y de costumbres.
El auténtico conflicto proviene, no tanto de las diferencias culturales, como de las diferencias económicas y la desigualdad social y política que éstas conllevan. En este contexto, la interculturalidad deja de ser un problema estrictamente escolar para convertirse en una cuestión de carácter sociopolítico. La pretensión última de la educación intercultural es educar a todos y todas para la ciudadanía en el contexto de una sociedad multicultural, mestiza. Su objeto, por lo tanto, ya no serán sólo los hijos e hijas de migrantes extranjeros o de minorías étnicas, sino todo el alumnado, todas las personas.
Introducción
La realidad multicultural y mestiza de nuestro pequeño planeta y de nuestras sociedades no es algo en lo que se pueda creer o estar de acuerdo. La multiculturalidad simplemente es. Es una condición del modo de vida de la especie humana: vivimos en sociedades multiculturales.
El impulso nómada, de migración y mestizaje, está muy arraigado en nosotros y nosotras. El ser humano es, por naturaleza, migrante. Es un fenómeno esencialmente humano y una constante de la especie a lo largo de toda la historia. Desde sus orígenes ha migrado extendiéndose por toda la superficie del planeta. Los antepasados de las poblaciones humanas residentes fuera de África probablemente salieron de ese continente hace sólo unos 100.000 años. No hemos tardado mucho en recorrer el planeta. Siempre hemos sido una especie viajera que nos hemos mezclado continuamente. Los seres humanos somos, por curiosidad y por necesidad, seres migratorios. La historia de las civilizaciones es la historia de las migraciones humanas. No hay nada nuevo en ello, excepto el número y la generalización actual del fenómeno. En un mundo globalizado como el que vivimos, cada vez más, la diáspora constituye la norma y que el nativo o la nativa que vive en su propia tierra es cada vez más la excepción (AA.VV., 2010).
La creación de las fronteras
Las fronteras nacionales son un fenómeno reciente en la historia de la humanidad. Anterior al derecho secundario histórico de las fronteras nacionales, está el derecho primario natural de todo ser humano a disfrutar del único Planeta que tenemos. Relata Stefan Zweig en su libro El mundo de ayer, memorias de un europeo que:
“antes de 1914, la Tierra era de todos. Todo el mundo iba donde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y a América sin pasaportes y que, en realidad, jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día”.
Sin embargo, actualmente existe un consenso creciente en la comunidad de los estados para levantar los controles fronterizos que pesan sobre el flujo de capitales, la información, los servicios y, en sentido más amplio, todo aquello que implique una mayor globalización de la economía. Pero cuando se trata de personas migrantes y refugiados, los Estados del norte reclaman todo su antiguo esplendor afirmando su derecho soberano a controlar sus fronteras.
Para el habitante del mundo enriquecido, se desmantelan las fronteras nacionales tal como sucedió para las mercancías, el capital y las finanzas mundiales. Para el habitante de la parte del mundo empobrecida, los muros de controles migratorios y leyes de residencia, se vuelven cada vez más altos. Las primeras personas viajan a voluntad, se les seduce para que viajen, se les recibe con sonrisas y brazos abiertos. Las segundas personas lo hacen subrepticia y a veces ilegalmente; en ocasiones pagan más por la superpoblada tercera clase de una patera que otros por los lujos dorados de la business class; se les recibe con el entrecejo fruncido, y si tienen mala suerte los detienen y deportan apenas llegan (Díez Gutiérrez, 2009).
El fenómeno de la migración
Lo cierto es que esta migración es la cara oculta de las políticas de libre comercio que se aplican con tanto ahínco. Las personas no hipotecan su futuro y se juegan la vida en el traslado a otras zonas o el paso de las fronteras sólo porque ambicionan mejorar un poco. Lo hacen porque los cambios en su zona o en su país los han dejado sin trabajo, sin tierras, sin oportunidades: tierras de cultivo convertidas en fábricas dedicadas a la exportación o en plantaciones de régimen industrial, o inundadas por presas gigantes (Díez Gutiérrez, 2005).
Muchas personas se sienten impulsadas a huir de su tierra devastada, atraídos por la llamada del mercado laboral y por el consumo de las ciudades o del Norte, visto en la televisión, para acabar siendo sobreexplotados, obligados a vivir en situación irregular, criminalizados y acusados de quitar los puestos de trabajo a las personas autóctonas o de pervertir su identidad cultural.
Ante la desmedida riqueza concentrada en algunas zonas del mundo y la inmensa pobreza de otras partes de la tierra, ¿cómo nos podemos extrañar del proceso de migraciones hacia los ricos “paraísos prometidos”, que constantemente pintan en las televisiones modernas, desde el purgatorio o el infierno que vive buena parte de la población mundial? Es difícil que quienes no tienen demasiado que perder, porque viven en la parte del planeta empobrecido, se puedan resistir a la tentación de migrar a las zonas donde se ha concentrado el enriquecimiento de unos pocos, para disfrutar de unos medios y un estilo de vida presentados como el ideal para la humanidad.
“Migrar, dejar el territorio natal para residir temporal o permanentemente en otro, forma parte del comportamiento natural de las sociedades humanas. La imagen de un pueblo, un territorio, tiene un profundo arraigo, pero es una imagen deformada. Siempre ha habido migraciones” (Besalú, 2002, p. 15).
La construcción del racismo
Pero nos han enseñado a construir una visión diferencial de las personas “diferentes culturalmente”, como si fueran “otros” distintos a “nosotros”. El discurso de los medios de comunicación y del poder político ha alentado una dicotomía entre el grupo de los “nativos” y el grupo de los “foráneos”. Como si se pudiera establecer una idiosincrasia propia dentro de cada uno de esos grupos que los uniera y los identificara como un grupo homogéneo.
Por desgracia esta visión se ha ido construyendo, desde el ámbito del poder político y económico, a lo largo de los siglos. Cuando Europa se relacionó con ámbitos mayores que los de su vecindad geográfica, no lo hizo desde el “contacto” o el “encuentro” (aunque así nos lo quieran presentar) sino desde la lógica de la dominación y el saqueo; y quinientos años de relaciones asimétricas y de desvalorización sistemática de lo diferente, han configurado nuestra percepción del “otro” como inferior con el que cabe la asimilación o el rechazo, pero no un verdadero diálogo. Así, nuestra cultura sólo se admira a sí misma y transforma el diálogo milenario y enriquecedor en un monólogo cultural en el que el “otro” sólo es visto como un “menor” a proteger o un peligro a conjurar. Esta visión se reproduce en la escuela en la que, a menudo, ser diferente representa un estigma que se procura solucionar tan pronto como resulta posible.
El encuentro entre diversas culturas provoca roces y tensiones inevitables en función de la diversidad de valores y de costumbres, como de hecho ha venido pasando históricamente al interior de las naciones, entre los diversos pueblos y grupos humanos que las configuran. Pero el auténtico conflicto proviene, no tanto de las diferencias culturales, como de las diferencias económicas y la desigualdad social y política que éstas conllevan.
Por eso nos tenemos que plantear si el “gran problema” es la inmigración o es la estructura económica en la que situamos a las personas extranjeras pobres que llegan. Como dice Kenneth Galbraith (1992) son necesarios los pobres en nuestra economía para hacer los trabajos que los más afortunados no hacen. Por eso, el suministro de trabajadores y trabajadoras extranjeras en las tareas para las que no hay ya disponibles nativos ha sido algo aceptado y perfectamente organizado. Esto crea la necesidad de un reabastecimiento o de algo menos agradable: mantenerles en continuo y respetuoso sometimiento. Este sistema tiene otras claras ventajas: si resultan innecesarios, se les puede enviar a su país o, como es más frecuente, negarles la entrada. Y, sobre todo, estas personas trabajadoras, al llegar de países y ocupaciones con ingresos muy inferiores, se quedan impresionadas ante su nuevo bienestar relativo. No son, por tanto, tan exigentes en cuanto a salarios y otras condiciones como lo serían los trabajadores y trabajadoras locales, y aplaca además sus exigencias el hecho de que, con algunas excepciones progresistas, no son ciudadanos que voten y que participen. Muchos proyectan volver a su patria en cuanto adquieran cierta capacidad financiera. Y algunos pueden haber entrado “ilegalmente” al país, lo que les impone un provechoso silencio.
En un contexto de crisis, como el actual, las miradas cargadas de rechazo y resentimiento por la propia situación se vuelven contra estas personas migrantes, achacándoles la responsabilidad de que ahora haya que repartir las pocas migajas que caen de la mesa de los ricos entre cada vez más bocas hambrientas. El racismo y la xenofobia no sólo suponen el rechazo manifiesto a otras costumbres, a otros credos, a otros acentos o a otros pigmentos de piel, sino a la pobreza, quizá porque no tengamos el suficiente coraje para enfrentarnos al sistema financiero o al capitalismo como verdaderos artífices del actual atolladero.
De esto se valen los partidos conservadores occidentales que han comenzado una campaña sistemática de unión entre inmigración y delincuencia. Un nuevo racismo recorre Europa y el mundo: no sólo mediante el incremento del respaldo electoral a grupos de extrema derecha explícitamente xenófobos, sino con la asunción de dichos postulados por parte de los partidos conservadores o socialdemócratas para no perder cuota electoral, como Berlusconi, en Italia, o Sarkozy, en Francia, deportando ciudadanos y ciudadanas rumanos por el hecho de ser gitanos, alegando el objetivo de “luchar contra la delincuencia”.
Esta visión se ha radicalizado con la “lucha contra el terrorismo” de la administración norteamericana tras los atentados del 2001. La Administración de George W. Bush la utilizó como excusa para extender una guerra permanente (cuyos inicios fueron Irak y Afganistán) por controlar bajo su dominio los intereses geopolíticos estratégicos y la hegemonía mundial, preservando así su poder sobre las principales fuentes energéticas del mundo. Surgió así la denominada filosofía del “choque de civilizaciones”. Un caldo de cultivo que alimenta los prejuicios de las sociedades occidentales, y que ha sido la excusa para la vulneración de libertades y derechos en ciento cincuenta y tres países mediante los efectos de la política del miedo, amparada en la lucha contra el terrorismo, para sofocar discrepancias y evitar rendir cuentas y para ahondar aún más un mundo dividido entre quienes se han apropiado de casi todo y aquellos a quienes se les ha esquilmado dejándoles en la más completa ruina, entre nacionales y migrantes, entre cristianos y musulmanes, entre occidentales y no occidentales…, alimentando así el racismo y la xenofobia, como denuncia el Informe 2010 de Amnistía Internacional.
No es posible construir un mundo intercultural, justo y en paz sin atacar a fondo la enorme desigualdad en el reparto de la riqueza, sin contribuir a la lucha contra la explotación. Al lado de planes eficaces de acogida e inserción de las personas migrantes, de políticas de convivencia intercultural, son necesarias políticas económicas y sociales para el desarrollo que ofrezcan un futuro que no obligue a la actual emigración forzosa. Los muros y las vallas electrificadas, además de una crueldad infame, resultan inútiles. Es necesario, además, combatir las fronteras dentro de nuestras cabezas: las barreras de los prejuicios, el racismo y el sectarismo excluyente. El punto de partida no puede ser otro que implicarnos con la problemática de la desigualdad no como un gesto de caridad, surgido de la compasión del poderoso hacia el débil, sino desde la conciencia profunda de la solidaridad como un acto necesario de justicia social. Es en este contexto global en el que hemos de plantear el enfoque de la educación intercultural en nuestros centros educativos.
La educación intercultural
El auge de la Educación Intercultural como campo de estudio se inició en España, en la década de los ochenta, con la visibilización de la migración.
“Esto va a ser determinante para el modelo de respuesta por el que se opta, al desarrollarse más como reacción a la presencia de inmigrantes en las aulas a través de medidas compensatorias, que como una revisión de la inadecuación de los supuestos homogeneizadores y etnocéntricos sobre los que se asienta el propio sistema” (García y Goenechea, 2009, pp. 87-88).
Esto explica que la vinculación entre interculturalidad y migración sea hegemónica en el discurso público. Pero la educación intercultural va más allá de incrementar las competencias de los chicos y las chicas inmigrantes en la adquisición de la lengua y de los valores de la cultura autóctona mayoritaria, para favorecer, de ese modo, que adquieran una preparación que les facilite el acceso al mundo laboral adulto.
Educar interculturalmente no es adoptar medidas específicas para alumnado diverso, sino favorecer el aprendizaje de todos y todas desde una perspectiva culturalmente diversa y enriquecedora. La Educación Intercultural es una educación en aquellos valores que facilitan a las personas la comprensión y la relación con elementos de otros marcos culturales y vitales diferentes del propio. La Educación Intercultural se convierte así en una herramienta para aprender colectivamente a ser ciudadanos y ciudadanas de un mundo cada vez más global y mestizo, de cara a la construcción colectiva de una ciudadanía crítica global. En cierta medida, añadir el adjetivo “intercultural” a la educación es una tautología, pues cualquier práctica o teoría educativa que ignore la diversidad del alumnado no puede considerarse como tal. Se trata de recrear la mejor tradición pedagógica, buscando la mejor educación posible para todos y todas, pensada desde las necesidades de todos y todas.
Por lo tanto, el núcleo central de la Educación Intercultural ha de ser la formación en valores y actitudes de solidaridad y comunicación humana. En este sentido la Educación Intercultural no es ni debe identificarse con la “atención educativa a niños y niñas extranjeros y extranjeras de familias originarias de países empobrecidos”, sino que es la educación de todos y todas para convivir y colaborar dentro de una sociedad multicultural, en términos de justicia e igualdad. Es una propuesta y una oportunidad de mejora del sistema educativo.
Cuando hablamos de la atención educativa que requieren los niños y niñas de familias extranjeras –especialmente aquellas cuyos padres y madres nacieron en países empobrecidos– la perspectiva de análisis cambia sustancialmente. Aparece toda una serie de reflexiones y propuestas pedagógicas que tienen que ver con aspectos “compensatorios” dirigidos específicamente a ellos y ellas, más que con educación en valores de todo el alumnado. Se convierte en una cuestión más bien técnica que orienta una respuesta no siempre acertada.
El sistema educativo ha ido tomando algunas medidas (adaptaciones curriculares, programas de compensación, de garantía social, etc.), aunque prácticamente ha obviado el núcleo esencial del currículo escolar (los contenidos, el canon cultural occidental), e incluso ha caído en estrategias inadecuadas: la segregación, la exclusión de muchas voces en el currículo o su tratamiento esporádico y tergiversado. Porque, tal y como había sido creada inicialmente la escuela, con la finalidad de homogeneizar a sus componentes, ante el hecho de la diversidad no puede menos que sentirse desestabilizada, considerándola como un problema. Por eso, los cambios demandados van más allá de la adopción de medidas técnicas, para situarse en el terreno de lo social y lo político (Maalouf, 2009). Reclama una reconstrucción amplia de la escuela como institución social y cultural, repensando su finalidad, sus funciones, sus métodos y sus prácticas. Lo cual supone una nueva cultura y una revisión en profundidad de los supuestos sobre los que se establece históricamente la institución escolar, entre los que se encuentra su marcada tendencia homogeneizadora y competitiva.
La educación intercultural inclusiva
Pero, incluso las medidas de integración, se han quedado ancladas en una postura “a la defensiva”, en un paradigma de orientación compensatoria (Belsué, 2009). Por eso se está abandonando el término “integración”, porque supone que el objetivo consiste en reintegrar a alguien o a algún grupo en la vida y la cultura “normal” de la escuela y de la comunidad de la cual estaba excluido.
La Educación Intercultural se inscribe en un marco de actuación pedagógica más proactiva: la inclusión. Inclusión es más que integración. La integración, aun reconociendo la bondad de su intencionalidad, puede llegar a cronificar la diferencia en términos de diversidad cultural y, por lo tanto, corre el riesgo de provocar los efectos contrarios a los esperados, cristalizando una mirada distinta hacia aquél que no es como la mayoría. La inclusión exige un cambio de mirada, en el cual la diferencia es contemplada con normalidad –como norma, no como un hecho extraordinario–. No se trata, por lo tanto, de centrarse en medidas específicas para el alumnado migrante, sino en proporcionar una orientación inclusiva a toda la educación.
La integración es una manera de entender la diferencia; la inclusión es una manera de entender la igualdad. La integración se propone mejorar, esencialmente, procesos de enseñanza-aprendizaje; la inclusión engloba además procesos organizativos y contextuales fundamentales. No es cuestión, por ejemplo, de hacer adaptaciones curriculares, sino otro currículo que comprenda la diversidad. Para realizar esto, es necesario un cambio radical de la concepción de la educación, que considere la diferencia cultural como un bien en sí mismo (Aguado y Del Olmo, 2009).
La inclusión introduce la dimensión sociocomunitaria al enfoque de la integración de una forma estructural al planteamiento. No se trata de hacer nada de extraordinario, sino de aprovechar los potenciales ya existentes para transformar el centro educativo en un espacio para todo el mundo.
Besalú (2010) propone tres caminos complementarios para interculturalizar la práctica educativa:
- El primero se centraría en revisar a fondo el sesgo occidentalocéntrico que impregna todo el currículo (los objetivos y contenidos conceptuales y procedimentales de las distintas áreas, así como los materiales y recursos didácticos) para introducir la perspectiva intercultural mejorando así su cientificidad y su funcionalidad.
- El segundo aplica la perspectiva intercultural a las cuestiones organizativas, los documentos institucionales (el proyecto educativo, el reglamento de régimen interior, el plan de acogida, el plan de convivencia, la programación anual, etc.), las metodologías, la acción tutorial, las técnicas y las estrategias didácticas, las formas y usos de la evaluación del alumnado y del propio centro, la organización de los tiempos, de los espacios, de los grupos de alumnado, etc.
- El tercero pone el acento en la educación en valores, en la dimensión ética de la enseñanza, proponiendo la necesidad de plantear una verdadera educación antirracista. La “educación antirracista”, complementa la educación intercultural favoreciendo una educación que construya una sociedad con igualdad de derechos y de oportunidades para todos y todas. Ensancha la mirada hacia otras dimensiones tan importantes como las relaciones de poder, las condiciones socioeconómicas, etc., convirtiéndolas en eje central y vertebrador del análisis y la actuación.
Más allá de la escuela
Pero se necesita algo más que el trabajo pedagógico. La educación intercultural es insuficiente si no va unida a una política general de igualdad de oportunidades a todos los niveles por parte del Estado. Como dice Mary Nash (1999), la pedagogía de la interculturalidad no se limita, ni mucho menos, al ámbito de la escuela, sino que implica a la sociedad en su conjunto en una dinámica relacionada con la justicia social, el desarrollo de la ciudadanía, la democracia participativa y la eliminación del sexismo. De hecho la situación de integración y de cohesión sociocultural sólo se producirá en el caso de que la población pueda ver satisfechas sus expectativas de orden económico y político, en el contexto de una sociedad con igualdad de derechos y de oportunidades para todos y todas.
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