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El ritual escolar: Lo espiritual va a la escuela

La distancia entre ciencia y espiritualidad es evidente, y a menos que una de ellas se imponga sobre la otra o que ambas dialoguen, esa distancia se mantendrá por los siglos de los siglos. Mi propuesta es iniciar ese diálogo lo antes posible, empezando por las aulas.

Julio 1, 2022

En la primaria, creer o no creer en Dios no era un problema para mí. Los niños razonábamos poco al respecto y teníamos asuntos más importantes que resolver que ése. Luego, en la secundaria y en la preparatoria, a pesar de asistir a una escuela muy cercana a la iglesia católica, mi ya pregonado ateísmo no fue obstáculo para hacer amigos muy queridos. En el tiempo que fui a la universidad, el tema no entraba a discusión; acababan los setentas e incluso en el área de humanidades se era cauto en no hablar públicamente de religión, política y futbol (cosa que después fue cambiando, en orden inverso, por cierto), y nos concentrábamos en otros asuntos; definitivamente no recuerdo a nadie que anduviera por ahí defendiendo a Dios o muy apurado poniendo en duda su existencia. 

Pero unos años después, la vida profesional (es decir, la necesidad) me acercó a la ciencia (como divulgador), y aunque yo ya empezaba a considerar muy posible la existencia de una especie de divinidad, no me arriesgaba a hablar de ella entre mis compañeros del medio, en el cual ―como sabemos― Dios es una variable innecesaria. Sin atreverme a mencionar el tema, sólo me arriesgaba con alguna alusión a la diferencia “obvia” entre los alcances reales de la ciencia y los alcances ideales que le atribuyen los científicos. 

Pero la divulgación (y mi propia inclinación) una y otra vez me acercaban al medio artístico e intelectual, donde el rechazo a todo lo religioso, espiritual o como quisiera llamársele, era expresado con vehemencia: ser ateo era lo esperado; ser agnóstico, lo mismo, pero más elegante; hablar de Dios era temerario, y creer en él… bueno, de plano vergonzoso. Con grandes devaneos, lo que llamo “mi fe” (de alguna forma hay que llamarle) fue creciendo en mí, junto con la claridad de que debía ocultarla. Hallé como pretexto la convicción de que “creer en Dios” es un tipo de experiencia íntima que pierde sentido cuando se habla de ella (algo como los sueños, que nos parecen fabulosos hasta que se los contamos a alguien, y entonces resultan de lo más absurdos). Finalmente, un día, acudió en mi auxilio la contundente afirmación del gran filósofo alemán Ludwig Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar es mejor callarse”. 

Sin embargo, las lecturas de otros grandes pensadores me han provocado una especie de nostalgia hacia aquello que, de tanto mantener oculto, uno acaba por ocultarse a sí mismo, y me han otorgado al menos una tímida valentía contra aquella negativa a hablar.  G. K, Chesterton, el gran escritor inglés, se quejaba con aguda ironía de lo que ocurría durante la primera mitad del siglo XX: “Libertad religiosa podría significar que todo el mundo es libre de discutir de religión. En la práctica, significa que casi nadie tiene permiso para mencionarla”. Años después la española María Zambrano se preguntaba también al respecto, y respondía con razón poética, dolorosa y firme:

Hace muy poco tiempo que el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro, sin contar con Dios. Aceptamos la “creencia” ―el hecho (de creer)― pero se (nos) hace difícil revivir (aquellos tiempos) en que la creencia levantaba la vida humana, la incendiada o la adormía, llevándola por secretos lugares (y) engendrando vivencias cuyo eco tal vez ha dado nacimiento a actividades de la mente tan esenciales como la filosofía y la ciencia. Solo arriesgados novelistas o ambiguos pensadores se han adentrado en aquella vida vivida bajo la luz y la sombra de dioses ya idos. Y en cuanto al nuestro ―a nuestro Dios― se le deja estar, se le tolera. 

La ciencia también tiene límites

Un día, invitado a escribir ensayos sobre ciencia, caí en cuenta de que ni siquiera este “conocimiento objetivo y demostrado” de la realidad, otorga ni otorgará nunca una versión definitiva de ésta. Si tomamos en cuenta lo que ha descubierto la Física, el mundo material (ese asidero que a todos nos brinda enorme seguridad) es dos cosas a la vez, no sólo diferentes sino opuestas: a nivel sub-atómico tiene unas leyes que después los objetos más grandes (como los átomos, las moléculas y las galaxias) no respetan, y viceversa. Con ambas leyes, sin embargo, se han construido aparatos que funcionan perfectamente (por un lado, el láser y la resonancia magnética, por otro, los viajes espaciales y la bomba atómica). Como he dicho en otra ocasión, los científicos confían en que se trata de una contradicción que pronto será resuelta, de la misma forma en que están convencidos de que todas las dudas sobre el universo tienen respuesta. Han aprendido, con Kant, que la razón es el límite mismo de la realidad, y que el vértigo de lo absoluto ―inevitable para los humanos― se resuelve en el ideal de conocer.

El que la ciencia sea potencialmente capaz de decir la última palabra, es requisito para que alguien encuentre en ella el sentido de su vida. Gracias a esa promesa, las hordas que se han unido a su punto de vista son innumerables. Sin ella, sin esa visión, la ciencia se habría quedado en algo así como una herramienta para explicar cómo funcionan las cosas en relación unas con otras, y no sería la más propagada solución que tenemos hoy a la pregunta sobre la existencia.

Pero la verdad es que, para sostener esa promesa, Kant tuvo que renunciar a algo que muy probablemente es irrenunciable: pensando en la razón como límite, anunció una red de conocimientos en la que todas las cosas están asociadas entre sí de forma perfecta; sin embargo, para lograrlo tuvo que dejar fuera un cierto número de extremas contradicciones que no tenían (ni tienen, ni tendrán nunca) solución, manteniendo así a salvo ese mundo del conocimiento racional en que todo es coherente. 

Entre esas contradicciones, llamadas antinomias, está la irrefutable doble verdad de que el universo es finito e infinito a la vez (este “hecho” se demuestra con principios de complicada lógica, pero es válido también el siguiente razonamiento, más empírico: si el universo es finito, ¿qué hay después?, y si es infinito, ¿cómo puede no acabar nunca?). Evidentemente, esta doble verdad antinómica queda fuera de todo lo razonable, pero eso no le quita su fuerza como realidad posible: basta con pensarlo un poco para que no nos quepa duda de que el universo que habitamos ―es decir, este de nuestra vida cotidiana― puede realmente ser finito y a la vez infinito (de ser así, también podemos concluir que el universo es imposible, y que sin embargo al mismo tiempo no lo es, dado que estamos en él). 

Finito e infinito, posible e imposible. El lector estará de acuerdo en que, por absurdo que esto resulte, no describe del todo mal la extraña realidad en que vivimos, cuya descripción ―por exhaustiva que parezca― invariablemente llega a algo inexplicable. No sin angustia acaba uno dándose cuenta en el día a día, que todo lo que consideramos verdad admite una verdad opuesta. Por eso, a final de cuentas todos estamos dispuestos a prestar la mayor atención a quienes nos dicen que no, que la verdad es sólo una, que esta realidad no está hecha del mismo material con que se tejen los sueños, como afirmaba Shakespeare, ni es una ilusión, como afirmaba Buda, ni permite tantas interpretaciones como gotas de agua hay en la mar. 

Lo cierto es que nadie ha conseguido negar de forma contundente que el universo sea finito e infinito a la vez, y hasta los matemáticos enloquecen con estas cuestiones (¡es literal, tristemente!, basta con leer la historia de Georg Cantor para darse una idea). Esta contradicción irresoluble no es, a final de cuentas, sino a lo que tantos filósofos se refieren cuando dicen que “la realidad es problemática”. Y no creamos que están hablando de que nuestros sentidos nos engañan, o de que las palabras no pueden expresar lo que en realidad pensamos, o que no hay ninguna prueba de que nuestras ideas reflejen la realidad. Todos estos “problemas” existen, pero la filosofía se refiere a algo mucho peor, del orden de lo que hemos dicho: que nuestra realidad real, la que vivimos cada día, no se ha decidido todavía entre ser absurda o guardar dentro de si cierta coherencia. 

Shakespeare (es decir, la poesía) no es pura fantasía; es una verdadera forma de conocimiento. 

Espiritualidad y cordura

Así pues, la idea de Kant sobre el mundo coherente es tan válida como la del mundo antinómico. Obviamente, a esta segunda le falta algo que explique cómo es posible que nos mantengamos cuerdos al pasearnos por tal realidad. El mero hecho de no enloquecer parece dar la razón a la idea de que nuestro mundo es racional y coherente; también justifica el que nuestra primera reacción ante las soluciones irracionales que se dan a las antinomias sea rehusarnos a escucharlas. Sin embargo, acabamos por darnos cuenta de que también estas soluciones tienen algo que decir acerca de por qué es posible deambular con cierta cordura por una realidad antinómica.

Imaginemos que el mundo es en efecto confuso (que está hecho pedazos, como un cristal), pero que existe algo trascendental que lo reintegra. Este algo es quizás un recuerdo nuestro de otro mundo en el que una vez estuvimos y donde lo finito y lo infinito, lo posible y lo imposible son lo mismo. O quizás ese algo es un pensamiento unificador, proveniente de otro mundo, que proyecta sobre el nuestro su razón y su coherencia. Platón y Aristóteles debatieron sobre estas dos opciones, uno afirmando la existencia de un plano superior donde están las cosas reales, que en este mundo se proyectan como una ilusión, y el otro encontrando la coherencia que aquí nos falta, en una cadena de causas, la última de las cuales es perfecta y las explica a todas. En aquel mundo de objetos ideales y en éste otro presidido por un motor perfecto e inmóvil, los dos filósofos griegos (y en general la Filosofía) vieron una característica singular: podemos entenderlos. El pensamiento es capaz de elevarse hasta aquel mundo ideal o de comprender la cadena de causas hasta descubrir la primera. Son dos formas de ver las cosas (se les llama idealismo y realismo, respectivamente) y la discusión entre ellas sigue hasta nuestros días. No es, ninguna de las dos, la solución perfecta.

A la par, algunos han optado por otro tipo de solución, una que mueve el eje de lo razonable hacia otro sitio: afirman que no sólo nosotros podemos entender a ese algo trascendental que le da sentido al mundo, sino que él también puede entendernos. Esta solución, llamada teológica (el término espanta porque se asocia con dedos admonitorios y castigos autoritarios, pero tranquiliza saber que el genial Chesterton ha demostrado que en ella, en la teología, cabe el buen humor y hasta la risa), esta solución, digo, añade a la perspectiva filosófica el que ese algo que podemos llamar espiritual sea nuestro interlocutor y que la relación que tenemos con él sea de ida y vuelta: que podemos comunicarnos.

Esto, que obviamente pertenece al mundo de lo irracional (o, como dice Karl Jaspers, a un mundo que va más allá de la razón sin perder la razón) es el ingrediente crucial que modifica el pensamiento racional y lo vuelve fe. Fe, otra palabra que trastorna. Frente a ella, la ciencia (que ya había hecho bastante esfuerzo por tolerar la idea de un ser que dota a todo de un sentido racional), pone el grito en el cielo: ¡¿Qué, un Dios “personal”? ¿Un ser indemostrable con el cual entramos en contacto mediante una también indemostrable telepatía trascendental a la que los partidarios de esta hipótesis llaman Fe? 

¡Exacto! Algo parecido a eso es este algo espiritual con el que muchos conviven, y al que los científicos no incluyen entre sus variables (no lo hacen ni siquiera fuera del laboratorio, pues como he dicho necesitan mantener esa congruencia para que volver una y otra vez al trabajo tenga sentido; por lo menos no son como esos “creyentes” que en cuanto dejan de “orar” o “meditar” dejan también de creer… y es que en realidad el sentido de sus vidas está en otra parte). Sí, eso es este algo espiritual cuya existencia no se puede comprobar y que es perfectamente negable… pero también innegable. Sin embargo, como también hemos visto, esto no quiere decir que el mundo de lo espiritual sea pura irracionalidad y locura, al menos no más que el mundo que describe la ciencia, cerrado en sí mismo y por completo racional. Probablemente (como dice Erich Fromm acerca del amor) la fe sea el relevo a la razón cuando ésta llega a sus límites. Sí, tal vez la fe (de nuevo: ¿nos atreveríamos a llamarle también amor?) sea una especie de cuerda locura, en ocasiones más sana que la idea de que en esos límites se acaba el mundo.  

La distancia entre ciencia y espiritualidad es evidente, y a menos que una de ellas se imponga por la fuerza sobre la otra (¡cuánta violencia se necesitaría para lograrlo!) o que ambas pongan algo de su parte para dialogar, esa distancia se mantendrá por los siglos de los siglos.

Mi propuesta es iniciar ese diálogo lo antes posible, y para ello ocupar todos los espacios de comunicación que existan, incluyendo por supuesto las aulas. Sí, que la espiritualidad entre de nuevo a la escuela, no en forma de un Dios tirano y ciega (como alguna vez se quiso), sino en el lugar más modesto ―y acorde con la situación actual― de aspirante. En ese diálogo, unos argumentaremos por qué se le debe aceptar como asistente regular en el aula, mientras que otros dirán que su presente ausencia sólo distrae del rigor conceptual que la sociedad necesita y que las escuelas están encargadas de proveerle. 

El diálogo no terminará nunca, probablemente, pero quienes creemos que la cercanía de lo trascendente es fructífera, no tendremos problema con que se le permita participar como eterno aspirante en nuestras vidas.

Este texto fue publicado originalmente en el Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación del Tecnológico de Monterrey y es reproducido bajo licencia Creative Commons 4.0.

 


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Melva Inés Aristizabal Botero
Gran Maestra Premio Compartir 2003
Abro una ventana a los niños con discapacidad para que puedan iluminar su curiosidad y ver con sus propios ojos la luz de la educación que hasta ahora solo veían por reflejos.