Usted está aquí
La violencia en Colombia y la educación para la sexualidad
Defender la educación para la sexualidad es un ejercicio ético y político, pues las creencias culturales están enraizadas más allá de lo científico, apelan a lo identitario y lo metafísico.
Un muy valioso informe publicado por El Espectador nos revela la compleja disputa política y el trasfondo de contradicciones socio-culturales que han dado al traste con la educación sexual en Colombia. Allí comprendemos las muy indeseables consecuencias de ese hecho, entre otras, la persistencia de la discriminación y el bullying, las tasas de embarazo temprano, y las inequidades sufridas por las mujeres.
Una de esas consecuencias, la extendida violencia sexual, resulta nuclear para entender la violencia colombiana. Por ello, lo alarmante y trágico, para mí, es que la historia fallida de este programa ha imposibilitado la apertura de caminos hacia la reducción de la violencia en el país. La forma en que hemos lidiado con la violencia sexual, mediante la propagación del miedo, la abierta represión, la limitada prevención de sus expresiones sintomáticas, pero sobre todo mediante el silencio, ha sido motor de aprendizaje social de su perpetuación. Evitar abordar abiertamente la violencia sexual ha servido para que aprendamos la normalización del uso arbitrario del poder, la violencia al prójimo —y especialmente a las mujeres— como fuente y vía de escape del trauma social generalizado, y a convertir en tabú colectivo la experiencia cotidiana de cada uno con el daño y el dolor.
Esto es así tanto para la violencia sexual como para la violencia armada: las caras “privadas” y “públicas” de una misma violencia que cada tanto se intersectan para revelar que enviar el problema a una cárcel solo sirve para mantener la apariencia de una “familia unida” y una “sociedad respetable”, mientras aplazamos el necesario proceso de mirarnos todos como responsables. Es decir, de pasar por este tortuoso pero necesario camino para no mantener una herida viva durmiendo con nosotros al lado de la cama o habitando nuestras pesadillas.
Es en el explorar, hablar, discutir, entender, reflexionar y dar oportunidades de actuar sobre las violencias sexuales que permean nuestras relaciones sociales —con tranquilidad, con apoyo, sin señalamientos, y reconociéndonos como parte del problema, confrontando su innegable incomodidad como todo proceso ligado a la violencia— que se abre la ventana a un posible camino de transformación y reconciliación, con uno mismo y con los demás.
La idea de que educar en la sexualidad es una cruzada para imponer una “ideología de género” impide ese ejercicio, y a su vez demuestra que quienes defienden esta postura aún creen que los colegios son sitios para “socializar” (léase adoctrinar) en lugar de ser espacios de fomento de la autonomía, de encuentro con el otro, de aprender desde la humildad que otorga encarar la diversidad, y de abrir espacios para cambiar lo indefendible de nuestra realidad y nuestras tradiciones.
No se trata, en todo caso, de poner las cosas solamente en términos de ciencia vs. ideología, progreso contra atraso, puesto que educativamente hay una carga moral (normativa, dictada por costumbres y creencias) y pública (de encuentro entre muchas visiones) que está presente y que no podemos evitar. Defender la educación para la sexualidad es también un ejercicio ético y político, pues las creencias culturales están enraizadas más allá de lo científico, apelan a lo identitario y lo metafísico. Pero es un ejercicio necesario y valioso para imaginarnos que va existir un momento en esta sociedad colombiana en el que vamos a poder defender visiones encontradas de vida en común con el compromiso de no acabar en la violencia, sino de acabar con la violencia.
- 28 lecturas